lunes, 16 de agosto de 2010

PENA DE MUERTE.


Queridas amistades:
Los saludo y les envió mis mejores deseos.

En estos días, la demagogia de algunos candidatos peruanos a la presidencia de la república (específicamente Keiko Fujimori y Luis Castañeda), han vuelto a posicionar el tema de la pena de muerte en la picota de la opinión pública.
Uso expresiones como demagogia y “picota” por que estos candidatos y sus corifeos apelan a soliviantar las reacciones más viscerales de la población, en busca de réditos electorales. No se busca que el electorado y la población en general tome una decisión consiente y racional, sino que se deje llevar por sus pasiones.
Lamentablemente este ha sido siempre el ambiente en el que se ha discutido sobre la muerte (es decir, situaciones coyunturales), razón por la cual el nivel de las argumentaciones, ya sean a favor o en contra, se han mantenido, hasta la fecha, en el terreno de los lugares comunes o, peor, en el de lo descabellado.
Particularmente estoy a favor de la pena de muerte, lo cual, muy a mi pesar, me pone, aparentemente, del lado de las y los conservadores, aunque cabe aclarar que mis consideraciones no se aproximan, en nada, a las de aquellas o aquellos. Así, no considero que si se busca implementar esa medida en cualquier país, se haga pasando por encima del orden jurídico internacional. Es necesario respetar dicho ordenamiento internacional, si se quiere un dispositivo legal que trascienda el capricho de la o el gobernante de turno.

Uno de los argumentos más recurrentes en contra de la pena de muerte, es el de que esta medida no resulta disuasiva. No puedo estar más de acuerdo. Las sanciones penales en una democracia no responden al objetivo de disuadir a las y/o los delincuentes y criminales de la comisión de delitos. Más aún, se supone que en una democracia los dispositivos legales no se implementan, con la finalidad disuadir, asustar o aterrorizar a la población, para que acciones o reaccionen de tal o cual manera (eso sería lo esperable de estados dictatoriales y tiránicos).
En una democracia los dispositivos legales y las sanciones penales están encaminadas a la higiene social, es decir, a retirar de circulación a aquellos malos elementos que puedan dañar, perjudicar o “contaminar” al resto de la población (de ahí la creencia en las prisiones y cárceles como centros de rehabilitación).
En este contexto, la pena de muerte no es más que el retiro definitivo de circulación, de aquellas y aquellos elementos irrecuperables para la sociedad, tan irrecuperables que en caso de no ser “eliminados”, constituirían no solo un grave peligro para quienes se encarguen de su custodia, sino, también, un onerosísimo cargo por cuestiones de manutención y vigilancia (ojo, que las prisiones de máxima seguridad, a donde van a parar estas y estos sujetos, son más caras que cualquier programa social de bienestar para la población).
Aquí aclaro que no sigo la creencia ingenua en la rehabilitación voluntaria de las y los delincuentes y criminales, no solo porque la realidad demuestra lo contrario (y con creces), sino, también, porque no creo en el mito liberal roussoniano del hombre bueno por naturaleza (la maldad es una realidad y hay personas que se regodean con hacer maldades y/o daño al prójimo).
Los cargos por los que se aplicaría la pena de muerte, serian el homicidio múltiple, el asesinato con sevicia, el asesinato premeditado, el terrorismo homicida y los crímenes de lesa humanidad.
Con respecto a la rehabilitación, los servicios penitenciarios no están diseñados para rehabilitar a las y/o los delincuentes y criminales. Es más, la realidad demuestra que en muchos casos, los servicios penitenciarios son escuelas de avezamiento delincuencial y criminal.
El hecho de que toda y todo sentenciado, a quien se le conmute su libertad, sea sometido al mismo régimen penitenciario, sin importar el delito o crimen o las circunstancias de la o el delincuente o criminal (así, a la misma prisión van a parar las y los ladrones y las y los asesinos, las y los que delinquen por necesidad y las y los que perpetran un crimen por gusto), es prueba palmaria de lo inadecuado de las cárceles o prisiones como centros de rehabilitación.
Y si tomamos en cuenta de que la o el delincuente o criminal es como la o el vicioso y la o el adicto, es decir, que no cambian hasta que reconocen su “mala” condición, entonces no se puede pretender que la carcelería o prisión, basten para “contener” a las y/o los delincuentes o criminales.
Otra cuestión apunta a ciertas posturas de superioridad moral. Hago aquí hincapié en el hecho de que, aunque muchas y muchos no lo reconozcan, la cuestión de la pena de muerte si es un asunto de moral.

Aclaro que no es una cuestión de aceptación o rechazo a los derechos de las personas (como, por ejemplo, sucede con muchas y muchos liberales y todas y todos los neoliberales, que rechazan los llamados derechos económicos), se trata de una cuestión de límites y restricciones. Las y los partidarios contra la pena de muerte parten de la premisa explicita de que el derecho a la vida es irrestricto, mientras que las y los partidarios de la pena de muerte parten de la premisa implícita de que el derecho a la vida, al igual que los demás derechos, es restricto (no se trata de dar muerte indiscriminadamente, sino de conculcar el derecho a la vida a quienes se lo “merezcan”).
Si afirmo que los derechos son restrictos es porque, efectivamente, lo son. Los derechos de cualquier persona terminan donde empiezan los derechos de las y los demás.
Aquí algunas y algunos dirán que estoy aplicando el ojo por ojo, pena de muerte para las y los asesinos, pero recalco que no se trata de cualquier asesino, sino de aquellas y aquellos considerados como irrecuperables para la sociedad.
Con respecto a la superioridad moral, las y los partidarios contra la pena de muerte, en muchos casos, asumen la postura de que oponerse a dar muerte a las y los asesinos “irrecuperables”, implica ser más civilizado que sus antagonistas (claro está que esta postura, rara vez es formulada en estos términos, aunque, en el fondo, siempre los impliquen).
Curiosamente, ponerse en plan de superioridad moral, siempre ha sido la postura de muchas y muchos conservadores en relación a diversos planteamientos (por ejemplo, el de la moralidad sexual).
En el mundo, la mayoría de sociedades y culturas han aplicado, de uno u otro modo, restricciones a la vida de sus miembros. Y solo dos grandes tradiciones culturales han adoptado posturas ampliamente reflexionadas, en torno a dar muerte a las y/o los integrantes de sus respectivas sociedades y culturas (en oriente la tradición hindú budista y en occidente la tradición cristiana). Aún así, muchas sociedades hindúes, budistas y cristianas, han aplicado, en muchos momentos, la dación de muerte a sus miembros.
En occidente, las posturas contrarias a la pena de muerte han seguido, claramente, dos claros derroteros. Por un lado, las diversas confesiones cristianas, al perder poder político, buscaron ganar ascendencia moral, algo que implicó, entre otras cosas, cambiar sus posturas de antaño favorables a la dación de muerte (por ejemplo, en los autos de fe). Por otro lado, con la consolidación de los sistemas democrático liberales, la oposición a la pena de muerte hallaba eco en las creencias liberales en el hombre bueno por naturaleza (y siempre “valioso” para la sociedad).
Entonces, en gran medida, oponerse a la pena de muerte no tiene que ver con ser más civilizado, sino con la adscripción implícita o explícita, indirecta o directa, a sendas visiones ideológicas (un ejemplo de ello sería, la visión cristiana de que el hombre no tiene derecho a quitar ninguna vida, por ser de propiedad divina, cambiada por la abstracción de que ni el hombre ni la sociedad tienen derecho a quitar la vida, porque esta es “sagrada”).

En lo personal, no se trata de valorar en más o en menos la vida de ninguna persona, sino, como se desprende de las posturas ideológicas antes mencionadas, sino de valorar la vida de cada persona en relación al sentido que ellas han tenido para la sociedad. Aquí señalo algo que, en cierto sentido, resulta contradictorio. Valoramos la vida de las personas (e incluso la vida de los demás seres vivos), en tanto dichas vidas tengan algún sentido (ello se hace completamente patente, cuando se habla de las y/o los victimos de la y/o los delincuentes asesinos), pero cuando se habla de las o los criminales “irrecuperables”, el sentido pierde todo valor y solo se habla de vida abstracta.
Esta inequidad debería ser indignante para cualquier persona, puesto que resulta de toda injusticia no solo para con las y/o los deudos de las o los victimos, sino, también, para con las y los demás miembros de la sociedad.
Hasta aquí lo dejo, no por falta de otros puntos a tratar sobre el tema, sino porque la extensión de esta entrega es ya bastante larga.

Se despide su amigo uranista.

Ho.

Imágenes.
1. Imagen tomada de: todocoleccion.net
2. Foto tomada de: fotolog.com
3. Foto tomada de: taringa.net

2 comentarios:

  1. Tienes razon al final en decir que es un tema muy grande que da para mas, por ejemplo :
    1- Lo relativo de la pena de muerte como utilitario politico, ya que en la historia, este acto ha servido como medio maquiavelico para deshacerse de los opositores.
    2- Algo que nos atañe : la pena de muerte para los homosexuales en Iran, que tiene que ver con lo musulman, aparte de otras leyes que a nuestra manera occidental nos parecen indignas.
    3- De acuerdo totalmente con la pena de muerte para los terroristas.
    Atte. Santi.

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  2. El caso de Iran y otros paises que aplican pena de muerte a las y los homosexuales se da en un contexto en donde los derechos humanos y ciudadanos estan mucho mas limitados (si es que no irreconocidos) que en un pais como el nuestro o como en ciertos paises latinoamericanos.
    Asi la homosexualidad no daña a terceros, algo que no se puede decir de por ejemplo, los terroristas.

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