miércoles, 26 de junio de 2013

LA CULTURA NO ES ASUNTO PRIVADO (I).

Queridas amistades:
 
Reciban mis más cordiales saludos y parabienes.
 
Desde hace un tiempo atrás vengo escuchando varias voces, que sostienen que la cultura debe ser una cuestión que asuman enteramente los capitales privados. Peor aún, escucho opiniones acerca de que la cultura debe estar sujeta a los vaivenes del mercado. Bajo estas premisas, se reduce la cultura al estatus de un producto común y corriente, como si la cultura se tratara de artículos de limpieza, bebidas alcohólicas, comida industrial (chatarra) o electrodomésticos.
 
1. Puesto de mercado.
 
Escuchar a cualquiera torpe periodista rebuznar estas tonterías resulta preocupante, pero escuchar a intelectuales de peso (como al último nobel de literatura Vargas Llosa, por ejemplo), afirmar que la cultura debe estar sujeta a las “leyes” de la oferta y la demanda, es verdaderamente alarmante.
La burda noción de que la cultura es un asunto privado es neoliberal (ojo, no necesariamente liberal). Para el neoliberalismo todo, prácticamente todo, es reducible a lo económico y en tal situación, todo es susceptible de ser asumido por la empresa privada, es decir, que todo puede ser convertido en negocio. “Todo se compra y todo se vende” y “todo tiene su precio” son postulados que, a todas luces, emanan de la ideología neoliberal.
Para el neoliberalismo la cultura no tendría por qué no ser considerada como una instancia más de negocios, a fin de cuentas el mercado (según las y los neoliberales) es como una panacea divina, que da solución a absolutamente todo. Sin embargo, esta visión neoliberal desconoce los más elementales postulados del liberalismo, uno de los cuales sostiene que para que se dé el buen funcionamiento de la sociedad, debe haber una clara y estricta delimitación y separación de sus instancias sociales, en este caso entre lo público y lo privado.
El liberalismo plantea que la división público/privado garantiza que no haya injerencias del estado en la vida de los individuos particulares (aquí el estado queda identificado con lo público, mientras los individuos particulares quedan identificados con lo privado). Para el liberalismo, la economía es un una esfera que le atañe exclusivamente a los individuos particulares (algo, sin lugar a dudas, relativo) y en la que el estado no puede ni debe participar o interferir.
Bajo esta misma premisa, las cuestiones que le corresponden a la esfera del estado no pueden quedar sujetas a la voluntad exclusiva de los individuos particulares. Por ejemplo, el estado debe cautelar que ciertos intereses empresariales, no se impongan en detrimento de los intereses de la población en general (en los llamados conflictos de intereses). Aquí los intereses de la población en general, se supone, son competencia del estado.
En este contexto, ¿por qué la cultura no puede ni debe ser considerada competencia exclusiva de los individuos particulares y sí, siempre, competencia del estado? El asunto pasa por reconocer cual es la locación de la cultura, en donde se encuentra ubicada, si en el ámbito privado o en la público.
En sociedades con mayor homogeneidad cultural la perspectiva se pierde y se piensa que la cultura está limitada a expresiones particulares. En tal caso se considera que la cultura es una cuestión de gustos y opciones individuales. Sin embargo, en sociedades con mayor diversidad cultural, compartiendo y conviviendo en los mismos espacios sociales, la cuestión no es tan simple.
Tomándose como ejemplo el idioma, se tiene que, en sociedades monolingües, la llamada “lengua materna” está presente en todos los ámbitos sociales (en el privado y en el público). Para vivir en una sociedad monolingüe no se necesita otro idioma para comunicarse, por lo que aprender otra lengua si es una cuestión de gustos y opciones. Mas en una sociedad bilingüe o plurilingüe aprender dos o más lenguas es lo natural y privar a una persona de alguna de esas lenguas, puede ser un claro limitante social, por lo que equivaldría a un práctica de discriminación.
Obviamente un idioma es, mayormente, expresión de un vasto y complejo sistema sociocultural y, mayormente, las diversas manifestaciones culturales, que conforman dicho sistema, suelen hallarse distribuidas, diseminadas, de manera muy extendida, tan o más difundidas que un idioma.
Ahora bien, en cualquier país, en donde hay un idioma (o varios idiomas) oficial(es), se tiene que la idiomática manifestación cultural es pública y privada. Un estado asegura la validez de la expresión cultural idiomática brindando servicios públicos (seguridad, justicia, educación, salud, cultura, etc.) en su(s) idioma(s) oficial(es). En el hipotético caso de que a los individuos particulares se les ocurriera hacer negocios, en donde se presten servicios particulares únicamente en un idioma distinto al oficial, claramente estarían limitando su servicio a quienes manejaran la lengua de su negocio y estarían generando una forma de discriminación, hacia quienes no saben o no quieren usar dicha lengua. Volviendo a la ubicación de la cultura, en sociedades con mayor homogeneidad cultural las diversas manifestaciones culturales integran tanto el ámbito privado como el público, se hayan presentes en todos los espacios sociales, es decir, son ubicuas. Siendo así, el estado no tendría mayores leyes de defensa y promoción de la cultura, porque esta es parte inherente no solo de su andamiaje estructural, sino que, también, se haya imbricada en las demás estructuras de la sociedad.
Mas en estados donde hay mayor pluralidad cultural, no necesariamente todas las manifestaciones culturales se hayan presentes en todas partes. En sociedades pluriculturales hay culturas más difundidas que otras, hay manifestaciones hegemónicas y/o dominantes y hay manifestaciones subalternas y/o subordinas. En este caso, es el estado (y no los privados con sus intereses particulares), el que se encuentra en mejor posición (dado su rol de “garante” de los intereses y derechos de toda la población, según el ideal liberal) para cautelar la defensa y promoción de las manifestaciones culturales no hegemónicas y vulnerabilizables. El no hacerlo va en detrimento de aquellos grupos sociales, que “viven” aquellas manifestaciones culturales subalternas y de mayor vulnerabilidad e indirectamente se favorece a las manifestaciones culturales fuertes, hegemónicas y/o dominantes. He aquí una innegable forma de discriminación, ya que las culturas hegemónicas y/o dominantes, con mayores medios para desenvolverse, producir y reproducirse, terminarían aniquilando, indirecta y directamente, a las culturas con menores medios para desenvolverse, producir y reproducirse.
Se estaría instaurando, en la esfera cultural, la ley de la selva, en donde, por ejemplo, una cultura hegemónica y/o dominante pueda acabar con las culturas subalternas y/o sometidas. En sociedades con mayor homogeneidad cultural esto, aparentemente, no sería un problema, pero en sociedades con mayor pluralidad cultural si, dado que se estarían generando sendas desigualdades sociales. Aquellos grupos culturales con mayores medios sociales podrían defender su cultura e imponerla a grupos culturales con menores medios. Sería una verdadera imposición, donde los gustos y las opciones no tendrían cabida alguna.
Un ejemplo de esta situación es la de los países con historia colonial, en los que la cultura occidental está inscrita en los aparatos estatales y cuentan con todos los medios gubernamentales a su disposición, mientras que las culturas “indígenas” están marginadas y sometidas a condiciones de opresión. Otro ejemplo es el de la cultura comercial (propia de la sociedad de consumo), que cuenta con los medios de las grandes corporaciones empresariales, mientras que las culturas populares no tienen medios equiparables para hacerle frente a aquella.
Aquí la tarea de generar las condiciones necesarias, para que los diversos grupos culturales existentes puedan producir y reproducir sus manifestaciones culturales, en igualdad de condiciones, queda en manos del estado (es el rol que habitualmente el liberalismo le otorga al estado, el de generar las condiciones necesarias para que haya igualdad social).
La postura neoliberal colisiona con esta visión, puesto que su concepción de cultura (como cuestión de gustos y opciones individuales) es simplona y reduccionista. El enfoque neoliberal no llega a comprender la verdadera dimensión holística de la cultura. Una cultura es, forzosamente, una totalidad orgánica, en la que sus manifestaciones solo tienen sentido, en tanto se hayan integradas, como un todo, entre sí. Ver la cultura como una reunión de artefactos, usos y costumbres, es una visión eminentemente reduccionista.
Entonces, si solo se ve a la cultura de manera fraccionada, en su dimensión  utilitaria y estética, se hace más claro el por qué se la concibe como un simple y vulgar producto de mercado. Pero si se asume que la cultura también tiene una dimensión substantiva y ética, resultaría inviable reducirla a género mercantil (la cultura es un componente integral, constitutivo, de la existencia social humana).
El ejemplo más claro, aquí, es el de las valoraciones culturales, explícitamente el de la moral. Las culturales valoraciones morales no son objeto de compra/venta, son parte consustancial, inmanente, de la existencia social, que por su carácter irreductible, no pueden quedar sujetas o subordinarse a particulares intereses económicos (nadie en política postularía, por ejemplo, que la conciencia sea objeto de compra/venta). Desde la perspectiva neoliberal, siendo la cultura un mero producto útil y estético (sujeto a los gustos y opciones individuales), es fácil reducirla al rango de negocio manejado por capitales privados.
Pero asumiendo incluso, que pueda haber manifestaciones culturales, que sean susceptibles de convertirse en simples productos mercantiles, ellas tendrían que entrar a competir en el mercado y, se supone, que el mercado no trata sobre la competencia equitativa de los productos, sino sobre el posicionamiento de aquellos bienes y servicios que cuenten con mayores ventajas comparativas (y donde lo que no cuente con tales ventajas sale de competencia).
 
2. Diversidad.
 
Tratar a la cultura como simple mercancía presenta serios inconvenientes, ya que no hay criterios prácticos y razonables, sobre los cuales poner a competir una manifestación cultural con otra. Primero, porque, tratándose de manifestaciones distintas, no hay forma de equiparación posible (seria como equipar la opera con el rock o un huayno con una ranchera). Segundo, porque aun tratándose de un mismo tipo de manifestación cultural, su valía tampoco resulta equiparable (¿quién pondría a competir a Cervantes con Shakespeare o a Mozart con Beethoven?).
A final de cuentas, la reducción de la cultura a su dimensión utilitaria y estética (como medio para convertirla en mercancía), solo ha llevado a que la cultura trastoque contundentemente su carácter y valoría, pierda distinción y se banalice (como simples productos de mercado: la música impulsó a Britney Spear y a Justin Bieber, mientras las letras forjaron a Paulo Coelho y a Stephenie Meyer).

Se despide su amigo uranista.
 
Ho.

Imágenes.
1. Imagen tomada de: yoculinario.com
2. Imagen tomada de: goncalmayossolsona.blogspot.com

lunes, 3 de junio de 2013

ALGUNOS APUNTES SOBRE EL EJERCICIO DEMOCRÁTICO DEL PODER, LA FUNCIÓN PÚBLICA Y LA EQUIDAD DE GÉNERO (EL CASO OLLANTA HUMALA/NADINE HEREDIA).

Queridas amistades:
 
Reciban mis cordiales saludos y mis mejores deseos.
 
1. Lucha de poder.
En el Perú, el presidente de la república está sujeto a una serie de comentarios, que giran alrededor de su forma de ejercer el poder. En tal sentido, no se habla bien del presidente, pues supuestamente la relación entre el jefe del ejecutivo peruano y su cargo esta mediatizada por su señora esposa. Por consiguiente, o se habla de la pareja presidencial y se dice que hay un “cogobierno”, ejercido por el presidente y su “señora” (según los mejores comentarios opinantes), o se habla de que el presidente es un “saco largo” (un mandilón) y es la esposa del mandatario la que “lleva los pantalones” y rige los destinos del país (según los peores comentarios). Aquí lo peor es que ambas posturas son altamente cuestionables.
En todo caso, lo que revelan estas “opiniones” es una determinada visión acerca de cómo se debe ejercer el poder y cómo deben ser las relaciones conyugales. A todas luces estas visiones no toman en cuenta los progresos de la modernidad, ya que responden a sendas posturas conservadoras y patriarcales, tanto sobre el ejercicio de poder, como con respecto a las relaciones maritales.
En el segundo caso, el de las relaciones maritales, las “opiniones” parten de la visión de que en una relación conyugal hay roles de género separados y bien definidos. En tal caso, se supone que hay dos esferas independientes con espacios y competencias que no pueden entrometerse entre sí. El marido manda y la marida obedece, el esposo se desenvuelve en el ámbito público y la esposa en el ámbito privado. El cónyuge “trabaja” y la cónyuge se ocupa de las “labores domésticas”. Siendo así, un presidente ejerce el ejecutivo y su “señora” (la “primera dama”) se encarga de las “labores sociales”.
Siguiendo este esquema, toda la visión progresista (feminista) acerca de la igualdad de género en el ámbito conyugal no tendría razón de ser. Para los adalides de la separación de roles y competencias (visión patriarcal y machista), la visión progresista (feminista) acerca de que en un matrimonio la pareja comparte no solo sus labores y quehaceres, sino, también, la toma de decisiones, es completamente inaplicable si se trata del ejercicio de poder (el ejercicio de una función pública gubernamental, ya sea como regidor, congresista, concejal, ministro, alcalde o presidente, todo en masculino).
 
2. Equidad de género.
Y dado que, hasta hace unas décadas, las funciones públicas gubernamentales eran ejercidas solo por varones, la participación mujeril aun es objeto de “controversias”. Por ejemplo, aun hay gente que se pregunta cuál es la labor del “primer caballero” de la república, en caso de que la presidente sea una mujer, o peor, se sigue especulando acerca de la capacidad de la mujer para ejercer cualquier cargo (todo esto sin tomar en cuenta la práctica coerción que obliga a que las mujeres se masculinicen mientras ejerzan el poder).
Ahora bien, en el primer caso mencionado, el ejercicio de poder, no se puede obviar el hecho de que el acceso de las mujeres a los cargos públicos, pone en jaque, hasta cierto punto, la visión conservadora, patriarcal y machista sobre el ejercicio de poder. Sin embargo, la visión individualista liberal (y ojo, digo individualista liberal por que el “logro” cultural del individualismo no es patrimonio exclusivo de la ideología liberal) plantea, en cierto sentido, algo así como que el hombre es una isla, separada de todo lo que hay a su alrededor. Bajo esta premisa, quien ejerce el poder, en especial desde una función gubernamental, un cargo público (como el de presidente de una república), lo hace bajo su entera e individual responsabilidad. Obviamente se trata de un supuesto, dado que una “autoridad” siempre está rodeada de asesores, consejeros, amigos, franeleros y varios funcionarios públicos de diversos rangos (todo en masculino), que tienen no solo influencia sino también responsabilidad sobre las decisiones tomadas por quien ejerce el poder.
En estas circunstancias casi nadie parece objetar el ascendiente que un ministro, parlamentario, asesor, consejero, amigo, o lo que fuere, pueda tener sobre la toma de decisiones de un presidente. Mas si ese ministro, parlamentario, asesor, consejero, amigo, o lo que fuere, resulta ser una mujer, la cuestión como que cambia. Y peor si se trata de la cónyuge. Inevitablemente este doble estándar no deja de devenir en una mirada etnocentrista.
Al respecto, cierta historiografía tradicional mayormente parece no cuestionar el ascendiente de funcionarios varones sobre las y los gobernantes, sobre todo si la influencia ha sido coronada con el éxito (como en los casos de Richelieu sobre el rey Luis XIII, Cecil sobre la reina Isabel I o de Churchill sobre el rey Jorge VI), ni tampoco cuestiona el ascendiente de amantes o esposos sobre las “grandes” soberanas (como en el caso de Potemkin sobre la emperatriz Catalina II o el príncipe Alberto sobre la reina Victoria I). De otro lado, en general, se trata despectivamente a las mujeres con influencia política sobre los gobernantes, presentándolas como propiciadoras de la debacle y/o la decadencia de varias naciones (como cuando se responsabiliza a las concubinas del harén en China o a las amantes reales en Francia de las crisis sociales de sus respectivos países).
Siguiéndose, entonces, la premisa individual liberal, un presidente (o cualquier funcionario público electo) jamás, nunca jamás, debería ni siquiera consultar con su esposa las decisiones gubernamentales, habida cuenta que dicha señora no fue electa para el ejercicio de esa función (¿y los colaboradores, asesores, consejeros, ministros y demás funcionarios gubernamentales si lo fueron?).
A todas luces, en una pareja con equidad de género, que no atiende a la rígida división de roles maritales, las decisiones en la relación serán tomadas, cuando menos, de forma consulta. Y en un matrimonio equitativo, en donde una de las partes ejerce una función pública, el ejercicio político mínimamente podría pasar, aunque sea, por una nimia consulta (sobre todo si la pareja es políticamente activa, capaz y/o profesional). Ello no tendría que ser tomado de forma negativa, ni mucho menos satanizado (indudablemente algunas y algunos hablaran de cierta forma de nepotismo al tenerse a la esposa como “asesora”, pero otro tanto habría que decirse cuando dicha “asesoría” se brinda de manera no remunerada).
 
3. Caricatura de Carlin sobre el presidente Humala.
Lamentablemente vivimos en una sociedad conservadora, patriarcal y machista, que considera que la labor de una mujer, cuando esposa de un funcionario público, es meramente decorativa y protocolar. En esta línea, la esposa del presidente peruano, al no responder a las exigencias conservadoras, patriarcales y machistas, es vapuleada y hasta ninguneada (y ojo, no es que este validando ciertos excesos de la “primera dama”, como cuando trata de “mis ministros” a los ministros de estado, pero si me resulta excesivo que se recrimine acremente a la esposa del presidente, por ir en representación de su esposo a un acto político gubernamental). Mientras tanto, un varón, cuando funcionario público, que trata a su mujer como a su igual (como el presidente Humala a su esposa Heredia), es prácticamente convertido en el hazmerreír de todas y todos.
Sin lugar a dudas, quienes cuestionan acríticamente la colaboración de una persona con el quehacer político de su cónyuge, revelan, en gran medida, una verdadera chatura mental en relación a lo que significa la equidad de género, el ejercicio democrático del poder y la función pública. Y mientras esta visión reaccionaria perdure, jamás habrá verdadero progreso en nuestras sociedades.
Se despide su amigo uranista. 
Ho. 

Imágenes.
1. Imagen tomada de: revistamyt.com
2. Imagen tomada de: definicionabc.com
3. Imagen tomada de: larepublica.pe