lunes, 17 de diciembre de 2012

ANTIRRELIGIOSIDAD E INTOLERANCIA.


Amistades mías:
Reciban mis más cordiales parabienes y saludos.

1. Pin ateo.
Tan solo hace unos días, en una página critica a las religiones, leí un posteo (de una persona X) que decía que ser ateo no era sinónimo de ser antirreligioso y que ser antirreligioso era sinónimo de ser intolerante (no fue el fraseo exacto, pero esa era la idea).
Ahora bien, la noción de que ser atea o ateo no equivale a ser antirreligioso puede ser exacta, pero el autor del posteo parece ignorar, que la proposición que niega la realidad de las deidades es confrontacional.
Decirle a una persona deísta que no hay dioses, equivale a decirle que su sistema de creencias no tiene fundamento. No se trata de decir, simple y llanamente, “no creo en dios”, ser atea o ateo no es una creencia. A diferencia de las y los agnósticos que no saben, ni opinan (no saben si hay dioses y no opinan sobre si no los hay), la postura de la o el ateo no es conciliadora, ni transigente.
La ateidad más seria parte del “convencimiento” racional, científico y material de la propia postura, por lo tanto, ninguna persona que se precie de ser atea consecuente, obviaría o relativizaría su ateidad (se es atea o ateo o no se es, no hay de otra).
En tal sentido, la afirmación de la ateidad trae consigo inevitablemente, el que se contrarié la creencia deísta. Las razones que esgrime la persona atea, para sustentar su posición, son una clara oposición a las religiones que promueven la creencia en la "existencia" de seres sobrenaturales y divinos.
Y si tomamos en cuenta que en una sociedad democrática, toda persona tiene derecho a manifestar públicamente sus ideas y creencias (las y los cristianos lo hacen todo el tiempo), el exponer públicamente las razones de la propia ateidad, así se haga de manera respetuosa, equivale, en notable medida, a ser antideísta y antirreligioso (la negación de deidades pasa, inevitablemente, por la desacreditación y la detracción de las creencias deístas y religiosas).

2. Símbolo irreligioso.
Por consiguiente, ser antideísta y antirreligioso, bajo ninguna circunstancia, puede ser considerado como irrespeto o intolerancia. Aquí la cuestión no pasa por el respeto y la tolerancia. En una verdadera democracia no hay ninguna norma o ley que obligue a persona alguna, a seguir o a aceptar y acatar ideas y creencias ajenas. En una verdadera democracia tampoco hay norma o ley que obligue a alguien, a respetar o tolerar aquello con lo que no se comulga o se considera o se tiene por equivoco, errado o falso.
En democracia, el respeto es solo para las personas y para aquello que la ley obligue expresamente a respetar (la ley, la autoridad, la propiedad, etc.), mientras que la tolerancia solo aplica a aquello que se deriva, directamente, del libre ejercicio de los derechos y libertades.
Ciertamente las leyes obligan, a toda persona, a respetar a otras personas, independientemente de sus ideas y creencias. La ley obliga a toda persona a respetar la libertad de expresión ajena. La ley obliga, a toda persona, a respetar el que la gente exprese libremente lo que piensa y cree, pero hasta ahí no más.
Nadie está obligado a respetar o tolerar las ideas y creencias ajenas, el sistema jurídico legal de una democracia así lo dispone (las libertades y derechos ciudadanos confieran esa potestad).
La prueba más clara de todo esto es precisamente, la posibilidad, en democracia, de hacer proselitismo de ideas y creencias. Si las ideas o creencias ajenas se tuvieran que respetar o tolerar, no habría posibilidad alguna de realizar proselitismo de algún tipo (el proselitismo no solo supone el difundir y transmitir ideas y creencias propias, sino que, además, supone la posibilidad de desterrar y desechar ideas y creencias ajenas).
Entonces, en una democracia plena, el hacer proselitismo de ideas o creencias es plenamente válido y legítimo. Las campañas políticas, las movidas sociales y la evangelización religiosa comprueban, indubitablemente, la práctica del proselitismo en todo momento, en todas direcciones, en diversas circunstancias.
En consecuencia, en una democracia plena una persona atea puede ser militantemente atea y hacer proselitismo por la ateidad.
El proselitismo ateo implica, necesariamente, el convencer a la gente de que deje sus creencias y se vuelva atea, lo cual, se quiera o no, es una forma indirecta de hacer campaña antideísta y antirreligiosa. De la misma forma, el ganar adeptos para un movimiento político o creyentes para una religión implica necesariamente, entusiasmar y convencer a la gente de que deje sus antiguas ideas y creencias y se pliegue a una nueva “causa” (algo que nadie considera como demostración de irrespeto o intolerancia).
Sin duda alguna, el proselitismo conlleva a oposición y disputa, con aquello con lo que se difiere o discrepa. Más aún, el proselitismo puede devenir en abierta confrontación y lucha con ideas y creencias que colisionen con las ideas o creencias propias.
Aquí las cosas deben quedar muy claras, en una sociedad que se precie de democrática el confrontar y combatir aquello con lo que no se comulga o se considera o se tiene por equivoco, errado o falso, es plenamente válido y legítimo (por ejemplo, la confrontación y la lucha ideológica, en contra de grupos pro terroristas, solo es posible bajo estas circunstancias). Por ello, el proselitismo ateo se permite el considerar las creencias deístas como equivocas, erradas o falsas (y no por ello debe ser tildado de irrespetuoso o intolerante).
En la misma línea, no solo se puede ser ateo, se puede ser, también, irreligioso y anticlerical (e incluso se puede considerar a la religión y a sus “iglesias” como equivocas, erradas o falaces). En otras palabras, en una democracia, dentro de lo dispuesto por las leyes, no solo no estamos obligados a respetar o tolerar religiones o instituciones religiosas de ninguna clase, sino que, además, podemos hacer campañas de proselitismo antirreligioso y anticlerical (y, guste o no, ello se hace en países verdaderamente democráticos).

3. Caricatura burlesca.
Por lo tanto, el activismo antideísta, antirreligioso y anticlerical no implica ser intolerante, sino que obedece a la potestad de ejercer oposición y disputa con ideas y creencias “contrarias” (las y los creyentes deístas y religiosos suelen hacer campañas de proselitismo, que se oponen y disputan con otros deísmos y religiones [evangélicos y mormones son el mayor ejemplo de ello]).
Lamentablemente aún vivimos en una sociedad, que le guarda un respeto exacerbado a las religiones y a sus instituciones (y que, por lo mismo, mucha gente cree que deidades, religiones e iglesias, son intocables). Solo esto puede explicar, el que alguien considere que hacer activismo ateo, irreligioso y/o anticlerical sea expresión o demostración de intolerancia (sobre todo cuando hay argumentos y/o pruebas de cómo el deísmo, la religiosidad y el clericalismo son perniciosos y/o lesivos para la gente y la sociedad).

Se despide su amigo uranista.

Ho Amat y León.

Imágenes.
1. Imagen tomada de: taringa.net
2. Imagen tomada de: mujerpceepknavarra.wordpress.com
3. Imagen tomada de: continuaracomics.blogspot.com

lunes, 3 de diciembre de 2012

¡HABLA VARÓN!


Amistades queridas:
Reciban mis más caros y sinceros saludos.

Años atrás (finales de los 90’s y principios de los 00’s), conocí a un muchacho de unos veinte años, de extracción popular (masculinidad ídem) y de educación formal limitada (en lenguaje despectivo, toda una “piraña de barrio”). Una de las curiosidades de su lenguaje (mezcla de jerga con castellano) era la de cierto uso específico de la palabra varón.

1. Símbolo de la masculinidad y figura de un varón.

Muchos “pirañas de barrio” utilizaban (y aún utilizan) dicho término, pero de una manera particular y no generalizada, por lo que decidí preguntarle por su uso y significado. Previamente había notado que los “pirañas” se referían, a sí mismos, como varones, antes que como hombres (“yo soy bien varón” decían y  dicen aún), pero no me quedaba clara la extensión del término. Más aún, recuerdo que, hasta los 90’s, se suponía que las personas gueis, no éramos reconocidas como hombres (para la mentalidad popular los gueis habíamos perdido tal estatus).
Sin embargo, el muchachón terminó explicándome que todos los másculos éramos hombres, pero él, que gustaba de mujeres, era varón (es decir, que los hombres que gustaban de mujeres eran varones), mientras que yo, que gustaba de otros hombres, era guei (a cuenta de no mujerearme, ni feminizarme, el pata me trataba de guei). En otras palabras, de los 80’s a los 00’s algo había cambiado en cierto punto del imaginario social.
El uso de la palabra varón se ha difundido, profusamente, entre los sectores populares (por lo menos entre los jóvenes másculos del populorum), aunque también se lo he escuchado a algunas mujeres, pero de sectores más bien acomodados (curiosamente supe que algunas de ellas tenían en común el ser seguidoras de confesiones evangélicas).
La primera conclusión que extraigo de este hecho, es que los másculos que se autodenominan como varones, se reconocen, con cada vez menor grado, bajo el término de hombre (y mi impresión general es que estos “varones”, se desconocen como hombres, en la misma medida, y en el mismo sentido, en el que muchas féminas lesbianas se desconocen bajo el termino de mujeres).
Claramente esto se inscribe dentro de un proceso mayor, proceso que consiste en una rigurosa delimitación y fijación de la identidad heterosexual.
En el presente, en la medida en que la homosexualidad se va haciendo más visible, las prácticas sociales, los usos y costumbres, van mudando sus antiguos sentidos y se convierten en demostración patente de los que es ser hetero u homosexual.
En el pasado, en la medida en que la homosexualidad era menos visible y más clandestina, los másculos que se denominaban, a sí mismos, como hombres (este era el término más usado hasta los años 90’s), tenían mayores posibilidades de interrelacionarse entre sí. Me explico, los hombres se permitían mayores aproximaciones y contactos físicos que en el presente (en los 80’s dos hombres, sin suscitar sospechas ni murmuraciones, podían caminar abrazados por las calles, los jóvenes, en la vía pública, podían acurrucarse mutuamente entre sus piernas, habían distintas formas licitas de tocarse y acariciarse entre amigos, etc.). En el presente, las manifestaciones anteriores serian puestas en entredicho, bajo sospecha de homosexualidad.
En el presente, la notable visibilización de la homosexualidad ha llevado a que se delimite, con mayor precisión, las fronteras de la heterosexualidad (tanto de másculos como de féminas). Y por tratar de establecer fronteras claras entre heterosexualidad y homosexualidad, se ha llegado a niveles paranoicos, en los que la fobia hacia los contactos entre personas del “mismo sexo”, ha terminado satanizando cualquier expresión de intimidad en público (al respecto, incluso los contactos públicos héteros, es decir, entre féminas y másculos, son considerados, necesariamente, como demostraciones de intimidad romántica).
En este contexto, de demonización de la proximidad y el contacto, el lenguaje no tuvo manera de escapar a semejante psicosis.
No es casual que el sentido lingüístico del término varón, que demarca fronteras entre heterosexualidad y homosexualidad, provenga de grupos religiosos con las posturas anti homosexuales más recalcitrantes. Hoy por hoy, es de los grupos evangélicos de donde proviene la militancia anti homosexual más vociferante, organizada y política.
El crecimiento de los grupos evangélicos en Latinoamérica es  impresionante. Y en el Perú, las confesiones evangélicas se han convertido en la segunda religión mas practicada del país (si las y los católicos practicantes son el 16 %, las y los evangélicos practicantes suman el 14 %).
El crecimiento evangélico se ha dado, mayormente, entre los sectores populares y es, precisamente, en estos sectores, donde la palabra varón tiene su mayor nicho de usanza (un ejemplo de esto, es el de los centros evangélicos de rehabilitación para adictos, que no solo rehabilitan, sino que, también, evangelizan y en donde se emplea planamente el termino varón).
El origen de este uso es claramente bíblico. Las confesiones evangélicas, a diferencia de la confesión católica (en la que la tradición pesa tanto o más que la biblia), confieran a la biblia un rol central como fuente única de su fe (por consiguiente, el uso de la biblia es, en muchos casos, determinante para las confesiones evangélicas). Es en la biblia, en el libro del génesis, en algunas de sus traducciones, donde se dice que la deidad cristiana creó al hombre a su imagen y semejanza y lo creo varón y mujer (en otras palabras, hombre seria la especie y varón y mujer sus géneros).

2. Fragmento del fresco "La Creación de Adán", de Miguel Ángel.

Este uso del término varón era bastante frecuente hasta el siglo XVIII (y se remonta a cuando la reforma y el concilio de Trento, tradujeron la biblia del latín a lenguas “vulgares”, como el alemán, el francés, el español, etc.). Para el siglo XIX, la noción de varón se había colapsado en la de hombre hasta desaparecer, por lo que, en adelante, solo se venía usando la palabra hombre, para hacer referencia al macho de la especie humana.
En este sentido, el uso evangélico de la palabra varón representa el rescate, de un sentido que, aparentemente, se había vuelto obsoleto.
Consecuentemente, la propagación del término varón obedece a una visión bastante particular de las iglesias evangélicas, visión según la cual los másculos que siguen los mandatos de la fe cristiana, son varones y quienes quebrantan esos mandatos (como supuestamente lo hacen las personas gueis), pueden ser reconocidos como hombres, pero hasta ahí no más.
La varonía, entonces, se está convirtiendo en una de las formas, en que, en nuestras sociedades latinoamericanas, se fija la frontera entre la heterosexualidad y la homosexualidad. Varón, como sinónimo de másculo heterosexual, surge no solo como respuesta a la visibilización de lo guei, sino, también, como respuesta a la reivindicación del estatus de hombre, de humano, que había venido reclamando el movimiento guei (frente a las prácticas de cosificación y animalización que se referían a las personas gueis, como jotos, cabros, ñocos, rosquetes, chivos, patos y un largo etcétera).
La segunda y última conclusión que extraigo de esta cuestión, es que bajo la palabra varón se yergue, hoy por hoy, la nueva y más reciente noción clasificatoria de la heterosexualidad.

Se despide su amigo uranista.

Ho.

Imágenes.