lunes, 17 de diciembre de 2012

ANTIRRELIGIOSIDAD E INTOLERANCIA.


Amistades mías:
Reciban mis más cordiales parabienes y saludos.

1. Pin ateo.
Tan solo hace unos días, en una página critica a las religiones, leí un posteo (de una persona X) que decía que ser ateo no era sinónimo de ser antirreligioso y que ser antirreligioso era sinónimo de ser intolerante (no fue el fraseo exacto, pero esa era la idea).
Ahora bien, la noción de que ser atea o ateo no equivale a ser antirreligioso puede ser exacta, pero el autor del posteo parece ignorar, que la proposición que niega la realidad de las deidades es confrontacional.
Decirle a una persona deísta que no hay dioses, equivale a decirle que su sistema de creencias no tiene fundamento. No se trata de decir, simple y llanamente, “no creo en dios”, ser atea o ateo no es una creencia. A diferencia de las y los agnósticos que no saben, ni opinan (no saben si hay dioses y no opinan sobre si no los hay), la postura de la o el ateo no es conciliadora, ni transigente.
La ateidad más seria parte del “convencimiento” racional, científico y material de la propia postura, por lo tanto, ninguna persona que se precie de ser atea consecuente, obviaría o relativizaría su ateidad (se es atea o ateo o no se es, no hay de otra).
En tal sentido, la afirmación de la ateidad trae consigo inevitablemente, el que se contrarié la creencia deísta. Las razones que esgrime la persona atea, para sustentar su posición, son una clara oposición a las religiones que promueven la creencia en la "existencia" de seres sobrenaturales y divinos.
Y si tomamos en cuenta que en una sociedad democrática, toda persona tiene derecho a manifestar públicamente sus ideas y creencias (las y los cristianos lo hacen todo el tiempo), el exponer públicamente las razones de la propia ateidad, así se haga de manera respetuosa, equivale, en notable medida, a ser antideísta y antirreligioso (la negación de deidades pasa, inevitablemente, por la desacreditación y la detracción de las creencias deístas y religiosas).

2. Símbolo irreligioso.
Por consiguiente, ser antideísta y antirreligioso, bajo ninguna circunstancia, puede ser considerado como irrespeto o intolerancia. Aquí la cuestión no pasa por el respeto y la tolerancia. En una verdadera democracia no hay ninguna norma o ley que obligue a persona alguna, a seguir o a aceptar y acatar ideas y creencias ajenas. En una verdadera democracia tampoco hay norma o ley que obligue a alguien, a respetar o tolerar aquello con lo que no se comulga o se considera o se tiene por equivoco, errado o falso.
En democracia, el respeto es solo para las personas y para aquello que la ley obligue expresamente a respetar (la ley, la autoridad, la propiedad, etc.), mientras que la tolerancia solo aplica a aquello que se deriva, directamente, del libre ejercicio de los derechos y libertades.
Ciertamente las leyes obligan, a toda persona, a respetar a otras personas, independientemente de sus ideas y creencias. La ley obliga a toda persona a respetar la libertad de expresión ajena. La ley obliga, a toda persona, a respetar el que la gente exprese libremente lo que piensa y cree, pero hasta ahí no más.
Nadie está obligado a respetar o tolerar las ideas y creencias ajenas, el sistema jurídico legal de una democracia así lo dispone (las libertades y derechos ciudadanos confieran esa potestad).
La prueba más clara de todo esto es precisamente, la posibilidad, en democracia, de hacer proselitismo de ideas y creencias. Si las ideas o creencias ajenas se tuvieran que respetar o tolerar, no habría posibilidad alguna de realizar proselitismo de algún tipo (el proselitismo no solo supone el difundir y transmitir ideas y creencias propias, sino que, además, supone la posibilidad de desterrar y desechar ideas y creencias ajenas).
Entonces, en una democracia plena, el hacer proselitismo de ideas o creencias es plenamente válido y legítimo. Las campañas políticas, las movidas sociales y la evangelización religiosa comprueban, indubitablemente, la práctica del proselitismo en todo momento, en todas direcciones, en diversas circunstancias.
En consecuencia, en una democracia plena una persona atea puede ser militantemente atea y hacer proselitismo por la ateidad.
El proselitismo ateo implica, necesariamente, el convencer a la gente de que deje sus creencias y se vuelva atea, lo cual, se quiera o no, es una forma indirecta de hacer campaña antideísta y antirreligiosa. De la misma forma, el ganar adeptos para un movimiento político o creyentes para una religión implica necesariamente, entusiasmar y convencer a la gente de que deje sus antiguas ideas y creencias y se pliegue a una nueva “causa” (algo que nadie considera como demostración de irrespeto o intolerancia).
Sin duda alguna, el proselitismo conlleva a oposición y disputa, con aquello con lo que se difiere o discrepa. Más aún, el proselitismo puede devenir en abierta confrontación y lucha con ideas y creencias que colisionen con las ideas o creencias propias.
Aquí las cosas deben quedar muy claras, en una sociedad que se precie de democrática el confrontar y combatir aquello con lo que no se comulga o se considera o se tiene por equivoco, errado o falso, es plenamente válido y legítimo (por ejemplo, la confrontación y la lucha ideológica, en contra de grupos pro terroristas, solo es posible bajo estas circunstancias). Por ello, el proselitismo ateo se permite el considerar las creencias deístas como equivocas, erradas o falsas (y no por ello debe ser tildado de irrespetuoso o intolerante).
En la misma línea, no solo se puede ser ateo, se puede ser, también, irreligioso y anticlerical (e incluso se puede considerar a la religión y a sus “iglesias” como equivocas, erradas o falaces). En otras palabras, en una democracia, dentro de lo dispuesto por las leyes, no solo no estamos obligados a respetar o tolerar religiones o instituciones religiosas de ninguna clase, sino que, además, podemos hacer campañas de proselitismo antirreligioso y anticlerical (y, guste o no, ello se hace en países verdaderamente democráticos).

3. Caricatura burlesca.
Por lo tanto, el activismo antideísta, antirreligioso y anticlerical no implica ser intolerante, sino que obedece a la potestad de ejercer oposición y disputa con ideas y creencias “contrarias” (las y los creyentes deístas y religiosos suelen hacer campañas de proselitismo, que se oponen y disputan con otros deísmos y religiones [evangélicos y mormones son el mayor ejemplo de ello]).
Lamentablemente aún vivimos en una sociedad, que le guarda un respeto exacerbado a las religiones y a sus instituciones (y que, por lo mismo, mucha gente cree que deidades, religiones e iglesias, son intocables). Solo esto puede explicar, el que alguien considere que hacer activismo ateo, irreligioso y/o anticlerical sea expresión o demostración de intolerancia (sobre todo cuando hay argumentos y/o pruebas de cómo el deísmo, la religiosidad y el clericalismo son perniciosos y/o lesivos para la gente y la sociedad).

Se despide su amigo uranista.

Ho Amat y León.

Imágenes.
1. Imagen tomada de: taringa.net
2. Imagen tomada de: mujerpceepknavarra.wordpress.com
3. Imagen tomada de: continuaracomics.blogspot.com

lunes, 3 de diciembre de 2012

¡HABLA VARÓN!


Amistades queridas:
Reciban mis más caros y sinceros saludos.

Años atrás (finales de los 90’s y principios de los 00’s), conocí a un muchacho de unos veinte años, de extracción popular (masculinidad ídem) y de educación formal limitada (en lenguaje despectivo, toda una “piraña de barrio”). Una de las curiosidades de su lenguaje (mezcla de jerga con castellano) era la de cierto uso específico de la palabra varón.

1. Símbolo de la masculinidad y figura de un varón.

Muchos “pirañas de barrio” utilizaban (y aún utilizan) dicho término, pero de una manera particular y no generalizada, por lo que decidí preguntarle por su uso y significado. Previamente había notado que los “pirañas” se referían, a sí mismos, como varones, antes que como hombres (“yo soy bien varón” decían y  dicen aún), pero no me quedaba clara la extensión del término. Más aún, recuerdo que, hasta los 90’s, se suponía que las personas gueis, no éramos reconocidas como hombres (para la mentalidad popular los gueis habíamos perdido tal estatus).
Sin embargo, el muchachón terminó explicándome que todos los másculos éramos hombres, pero él, que gustaba de mujeres, era varón (es decir, que los hombres que gustaban de mujeres eran varones), mientras que yo, que gustaba de otros hombres, era guei (a cuenta de no mujerearme, ni feminizarme, el pata me trataba de guei). En otras palabras, de los 80’s a los 00’s algo había cambiado en cierto punto del imaginario social.
El uso de la palabra varón se ha difundido, profusamente, entre los sectores populares (por lo menos entre los jóvenes másculos del populorum), aunque también se lo he escuchado a algunas mujeres, pero de sectores más bien acomodados (curiosamente supe que algunas de ellas tenían en común el ser seguidoras de confesiones evangélicas).
La primera conclusión que extraigo de este hecho, es que los másculos que se autodenominan como varones, se reconocen, con cada vez menor grado, bajo el término de hombre (y mi impresión general es que estos “varones”, se desconocen como hombres, en la misma medida, y en el mismo sentido, en el que muchas féminas lesbianas se desconocen bajo el termino de mujeres).
Claramente esto se inscribe dentro de un proceso mayor, proceso que consiste en una rigurosa delimitación y fijación de la identidad heterosexual.
En el presente, en la medida en que la homosexualidad se va haciendo más visible, las prácticas sociales, los usos y costumbres, van mudando sus antiguos sentidos y se convierten en demostración patente de los que es ser hetero u homosexual.
En el pasado, en la medida en que la homosexualidad era menos visible y más clandestina, los másculos que se denominaban, a sí mismos, como hombres (este era el término más usado hasta los años 90’s), tenían mayores posibilidades de interrelacionarse entre sí. Me explico, los hombres se permitían mayores aproximaciones y contactos físicos que en el presente (en los 80’s dos hombres, sin suscitar sospechas ni murmuraciones, podían caminar abrazados por las calles, los jóvenes, en la vía pública, podían acurrucarse mutuamente entre sus piernas, habían distintas formas licitas de tocarse y acariciarse entre amigos, etc.). En el presente, las manifestaciones anteriores serian puestas en entredicho, bajo sospecha de homosexualidad.
En el presente, la notable visibilización de la homosexualidad ha llevado a que se delimite, con mayor precisión, las fronteras de la heterosexualidad (tanto de másculos como de féminas). Y por tratar de establecer fronteras claras entre heterosexualidad y homosexualidad, se ha llegado a niveles paranoicos, en los que la fobia hacia los contactos entre personas del “mismo sexo”, ha terminado satanizando cualquier expresión de intimidad en público (al respecto, incluso los contactos públicos héteros, es decir, entre féminas y másculos, son considerados, necesariamente, como demostraciones de intimidad romántica).
En este contexto, de demonización de la proximidad y el contacto, el lenguaje no tuvo manera de escapar a semejante psicosis.
No es casual que el sentido lingüístico del término varón, que demarca fronteras entre heterosexualidad y homosexualidad, provenga de grupos religiosos con las posturas anti homosexuales más recalcitrantes. Hoy por hoy, es de los grupos evangélicos de donde proviene la militancia anti homosexual más vociferante, organizada y política.
El crecimiento de los grupos evangélicos en Latinoamérica es  impresionante. Y en el Perú, las confesiones evangélicas se han convertido en la segunda religión mas practicada del país (si las y los católicos practicantes son el 16 %, las y los evangélicos practicantes suman el 14 %).
El crecimiento evangélico se ha dado, mayormente, entre los sectores populares y es, precisamente, en estos sectores, donde la palabra varón tiene su mayor nicho de usanza (un ejemplo de esto, es el de los centros evangélicos de rehabilitación para adictos, que no solo rehabilitan, sino que, también, evangelizan y en donde se emplea planamente el termino varón).
El origen de este uso es claramente bíblico. Las confesiones evangélicas, a diferencia de la confesión católica (en la que la tradición pesa tanto o más que la biblia), confieran a la biblia un rol central como fuente única de su fe (por consiguiente, el uso de la biblia es, en muchos casos, determinante para las confesiones evangélicas). Es en la biblia, en el libro del génesis, en algunas de sus traducciones, donde se dice que la deidad cristiana creó al hombre a su imagen y semejanza y lo creo varón y mujer (en otras palabras, hombre seria la especie y varón y mujer sus géneros).

2. Fragmento del fresco "La Creación de Adán", de Miguel Ángel.

Este uso del término varón era bastante frecuente hasta el siglo XVIII (y se remonta a cuando la reforma y el concilio de Trento, tradujeron la biblia del latín a lenguas “vulgares”, como el alemán, el francés, el español, etc.). Para el siglo XIX, la noción de varón se había colapsado en la de hombre hasta desaparecer, por lo que, en adelante, solo se venía usando la palabra hombre, para hacer referencia al macho de la especie humana.
En este sentido, el uso evangélico de la palabra varón representa el rescate, de un sentido que, aparentemente, se había vuelto obsoleto.
Consecuentemente, la propagación del término varón obedece a una visión bastante particular de las iglesias evangélicas, visión según la cual los másculos que siguen los mandatos de la fe cristiana, son varones y quienes quebrantan esos mandatos (como supuestamente lo hacen las personas gueis), pueden ser reconocidos como hombres, pero hasta ahí no más.
La varonía, entonces, se está convirtiendo en una de las formas, en que, en nuestras sociedades latinoamericanas, se fija la frontera entre la heterosexualidad y la homosexualidad. Varón, como sinónimo de másculo heterosexual, surge no solo como respuesta a la visibilización de lo guei, sino, también, como respuesta a la reivindicación del estatus de hombre, de humano, que había venido reclamando el movimiento guei (frente a las prácticas de cosificación y animalización que se referían a las personas gueis, como jotos, cabros, ñocos, rosquetes, chivos, patos y un largo etcétera).
La segunda y última conclusión que extraigo de esta cuestión, es que bajo la palabra varón se yergue, hoy por hoy, la nueva y más reciente noción clasificatoria de la heterosexualidad.

Se despide su amigo uranista.

Ho.

Imágenes.

lunes, 19 de noviembre de 2012

LOS LÍMITES DE LA FEMINIDAD (A PROPÓSITO DE LA NOCIÓN DE SUPERIORIDAD MORAL EN LA MUJER).

Queridas amistades:
Reciban mis más cordiales saludos y mis mejores deseos.

1. Símbolo de la feminidad.
Años atrás, en el Perú, durante el gobierno del presidente Toledo, ante una andanada de denuncias sobre la corrupción en la policía, se planteo la medida de destinar a las mujeres policías, a dirigir el tránsito vehicular, lo que incluía la atribución de imponer papeletas. Dicha medida se implemento finalmente, bajo el criterio de que las mujeres eran más honestas que los varones (es decir, que se asumía que las mujeres no se iban a admitir sobornos, como se decía que si lo hacían los varones).
Más recientemente, escuche, en un programa periodístico, como una reconocida economista peruana (la acomodada Cecilia Blume) aducía que las mujeres estaban accediendo más rápido a los créditos bancarios. Sobre esto la economista explicaba, que las mujeres resultaban mejores “pagadoras” (es decir, que cumplían mejor con sus obligaciones financieras). Ello implicaba, indefectiblemente, que los varones eran considerados como más “morosos”.
Y si me remonto al pasado, las previas generaciones manejaban la percepción, de que, de una u otra manera, las mujeres eran más fieles que los varones.
En los tres casos, se revela la noción de que las mujeres, son ética y moralmente superiores a los varones, noción que parece cruzar las edades, las clases y las naciones (por lo menos a lo que a Latinoamérica se refiere).
Esta noción parece haber calado hondo en el imaginario de mucha gente, quizás en la mayoría de la población (en occidente), y es percibida, además, como una cualidad inherente a la condición de ser mujer. Y, aparentemente, parece, también, que se corresponde, en alguna medida, con la realidad. Sin embargo, dicha superioridad moral de la mujer se debe, sin lugar a dudas, a la socialización de género, antes que a la “natural esencia femenina”.

2. Eva por Durero.
Al respecto, la percepción que la sociedad tiene sobre la mujer (en occidente), ha cambiado, notablemente, con el tiempo (en la baja edad media, la mentalidad dominante  [y cristiana] visualizaba a la mujer como la instigadora del pecado, como la Eva que corrompía a los varones).
Entonces, la noción (latinoamericana) sobre la superioridad moral de la mujer no es más que una construcción cultural, una faceta del presente rol de género femenino, que ha sido colmadamente naturalizada, en la misma forma en que han sido naturalizadas la masculinidad y la feminidad.
En general, la percepción de los roles de género (la masculinidad y la feminidad), se ve condicionada y hasta determinada por su cotidianidad, y por ello es asumida por el común de los mortales, por la mayoría de la población, de manera incontestada, acrítica. Es decir, que la mayoría de la gente asume su rol de género sin cuestionamientos (no se generan cuestionamientos sobre aquello que es percibido como "natural"). Indudablemente ocurre esto mismo con la noción latinoamericana de superioridad moral de la mujer.
Mas el género, en tanto construcción cultural, se desenvuelve entre parámetros sociales claros y reconocibles. Y las sociedades occidental y latinoamericana no son la excepción. Así, en dichas sociedades, la feminidad se desenvuelve entre ciertos límites heterosexistas, algo que deviene en un modelo social con criterios normativos bastante específicos. Ahora bien, aunque el modelo de género femenino, en occidente, responde a un único modelo de identidad sexual (el heterosexual, por lo que el género feminino es, básicamente, heteronormado), sus características no solo varían de una sociedad a otra (por ejemplo, entre sociedades más occidentalizadas y menos occidentalizadas), sino que se jerarquizan en formas igualmente variadas (por lo que las características del género pueden variar de importancia, por razones de clase, raza, región, etc.).
Aquí se pueden trazar tres caracteres comunes que fungen de límites de la feminidad occidental y latinoamericana (aunque su importancia puede variar de acuerdo a la edad, la clase, la raza, etc.). Dichos caracteres limítrofes serian: ser hiposexuada (o, más aún, ser asexuada), ser frágil (o más bien débil, en relación al varón) y ser buena sujeta (buena mujer, buena esposa, buena madre).
Sin salir de occidente (y Latinoamérica) cabe anotar, primero, que la feminidad no se mide de la misma forma que la masculinidad, puesto que esta última se mide de manera cuantitativa (se es más “hombre” o menos “hombre”), mientras que la feminidad se mide cualitativamente (se parametra a la mujer entre la virtud y la inmoralidad). Segundo, que mientras la masculinidad se construye por oposición a lo femenino (el varón no debe ser mujer, ni homosexual [categoría feminizada]), la feminidad se construye por subordinación a lo masculino (fragilidad, debilidad, etc.). Tercero, que mientras la masculinidad se adquiere y se pierde (el niño se “convierte” en “hombre” y el homosexual deja de serlo), la feminidad se devalúa y se deprecia (mas no se pierde).

3. No solo mala, sino diabólica.
Ahora bien, la influencia del capitalismo (tanto en occidente como en Latinoamérica) es un factor a considerar en este asunto. Aquí el valor capitalista de la “competencia” atraviesa los géneros, dejando sentir su acometida. En consecuencia, la feminidad debe ser probada competitivamente (al igual que la masculinidad, que implica la competencia, entre varones, por probar que se es el más “hombre”). Y así, las mujeres se allanan a demostrar socialmente, que son, ante todo, buenas, decentes, honestas, etcétera, o de lo contrario corren el riesgo de ser consideradas “malas mujeres” (“mujeres malas”), es decir, se las devalúa, se les desprecia (cualificación).
En este contexto, ante la sociedad, el ejercicio sexual (el manejo asertivo de la sexualidad), por ejemplo, desvaloriza a la mujer (la vuelve perdida, mujerzuela, puta, mala mujer). Y, curiosamente, la práctica sexual homoerótica (en tanto no se concibe una sexualidad femenina independiente del varón) “solo” vuelve a la mujer en perversa, pervertida, degenerada, lesbiana (es decir, “mala mujer”). Aquí, a diferencia del varón, la mujer no pierde dicha condición (aunque esto parece estar cambiando a estas alturas del siglo XXI).
Siguiendo esta línea, la competitividad, en lo que a la demostración de la feminidad se refiere, conlleva a que muchas mujeres, en la necesidad de probar su decencia u honestidad, lleguen a incurrir en radicalidades y excesos (situación que comparten con los varones, frente a su necesidad de probar, cada cual, que es [el] más “hombre”). Así, la necesidad de demostrar que se es buena mujer, conllevaría a que muchas mujeres caigan en el extremo de la inflexibilidad y la intolerancia, aun a cuenta de sus más caras relaciones interpersonales o sociales, laborales o afectivas (por ejemplo, al proyectar sus exigencias éticas o morales en las y los demás, sin contemplar diversidades, contextos y circunstancias).
Para peor, el reforzamiento social de esta visión solo conlleva, a que las mujeres que no cumplan, socialmente, con este mandato limitante, sean discriminadas, marginadas y violentadas (el desborde misógino que se muestra hacia las mujeres que ejercen su sexualidad, es solo un ejemplo de ello).
En conclusión, la precepción habida (en Latinoamérica) sobre la superioridad moral de la mujer es producto innegable de la socialización de género (antes que evidencia de una predisposición natural al predominio ético y moral). Este parámetro de género (el rol de ser siempre buena mujer) puede llegar a ser tanto un aporte como un perjuicio para con el desenvolvimiento social de la mujer (al igual que el carácter de la abnegación, que es exigencia de la feminidad y que puede llegar a ser contributivo o perjudicial para con la integridad de la mujer).

Se despide su amigo uranista.

Ho Amat y León.

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lunes, 5 de noviembre de 2012

POR QUE CELEBRAMOS HALLOWEEN.


Queridas amistades:
Les saludos y les envió mis mejores deseos.

1. Calabaza plástica.
Tiempo atrás, recuerdo que, a mediados de los 90’s (del siglo XX), me causaba harto estupor, el ver madres de barrios populosos, llevando a sus criaturas a los barrios “pudientes”, para pedir dulces por halloween.
A estas alturas del nuevo siglo, es imposible negar que la anglisísima festividad del halloween, se ha masificado, de manera dramática, en el Perú (hoy, hasta las entidades del estado decoran sus oficinas con calabazas de plástico y brujas de cartón).
De mi infancia recuerdo, igualmente, que, fuera de las referencias de las series de televisión y películas estadounidenses, el halloween era visto como algo bastante ajeno, como una celebración extraña (y, hasta donde sé, esta percepción no solo se daba en el Perú, sino, también, en otros países de América Latina). Obviamente ello se debía, en gran medida, a que se trataba de una celebración de origen anglosajón.
Hasta los 80’s, la “noche de brujas” no era festejada por la mayoría de la gente en el Perú (con ello no digo que nadie supiera o celebrara halloween, pero me queda claro que su festejo estaría restringido a las gentes “pudientes”).
Es un hecho concreto que para América Latina, las fiestas de la América Anglosajona no significaban nada, ni tenían sentido alguno, hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX. ¿A qué se debe, entonces, que la celebración del halloween, se haya extendido tanto por países, cuyas tradiciones culturales están bastante alejadas de las celebraciones sajonas?
Indudablemente no se puede ignorar que, tras la segunda guerra mundial, Estados Unidos se erigiera como la potencia hegemónica del hemisferio occidental y convirtiera a Latinoamérica en su patio trasero exclusivo). La influencia política, económica y cultural de los Estados Unidos se dejó sentir en todo occidente, a través de un proceso de “americanización” de las modas y costumbres. De Japón a Grecia y de Canadá a Chile, el “Way American Life” no solo se propaló, sino que, además, se impuso en el mundo (sin ir muy lejos, el pavo y el chocolate de navidad son tomados del “Thanksgiving Day”, mientras que el “Papa Noel” es 100 % Coca Cola).
Sin embargo, en América Latina, pese al dominio económico de los EE.UU. (el llamado neocolonialismo), una serie de gobiernos “nacionalistas” (Vargas en Brasil, Castro en Cuba, Perón en Argentina, Velasco en Perú, etc.), mantuvieron a raya, hasta cierto punto, la plena colonización cultural del subcontinente latinoamericano (aún así, el peso del dominio neocolonial de Estados Unidos con el tiempo logro imponer, a Latinoamérica, las más vulgares y decadentes manifestaciones de la cultura gringa, manifestaciones tales como el consumismo, el neoliberalismo y el posmodernismo).

2. Clásica bruja de Halloween. 
La dictadura de Pinochet en Chile marcaria el inicio de un cambio notable en América Latina. El triunfo de las políticas económicas neoliberales (primero en Chile y luego en otras naciones de Latinoamérica) lesionaron, gravemente, los intereses políticos, económicos y culturales de los países situados al sur del rio Grande. De la mano de gobiernos neoliberales corruptos (como los de Carlos Salinas de Gortari en México, Carlos Andrés Pérez en Venezuela, Carlos Saúl Menem en Argentina, Alberto Fujimori en Perú, etc.), la cultura dejó de ser un asunto de interés nacional y se convirtió en un corriente y vulgar producto de mercado (la cultura paso a ser un asunto que solo concernía a preocupaciones e intereses privados).
En el Perú, bajo la dictadura de Fujimori, el neoliberalismo se manifestó en toda su miseria, cuando el patrimonio del estado fue vendido, a precio de ganga, a grandes empresas (principalmente corporaciones trasnacionales), cuyo único interés era el lucro desmedido e inmediato. En este periodo, las preocupaciones sociales se satanizaron a niveles alarmantes (hablar de justicia social se convirtió en sinónimo de terrorismo).
En consecuencia, al quedar, el Perú, a merced de los intereses de las grandes empresas (tanto extranjeras como nacionales), la cultura peruana fue devaluada de manera clamorosa y, para peor, fue sustituida por el mercantilismo más prosaico. Gracias a dichas circunstancias, el ramplón consumismo capitalista y la vana superficialidad posmoderna se hicieron moneda corriente en el Perú (e igual sucedió en América Latina). Derroche y frivolidad adquirieron, así,  carta de naturalización (validez y legitimidad).
La triunfante clase empresarial (burguesa) no solo dominó, a su antojo, la economía peruana, sino que, además, impuso sus intereses particulares al estado (para esta clase, la cultura nacional jamás fue uno de sus intereses, es más, en algunos casos lo cultural fue considerado y tratado como estorbo e inconveniencia). Semejante clase empresarial/burguesa, para consolidar su sitial predominante,  se aprovecho de (y hasta alentó) la inacción y la pasividad del gobierno en materia educacional. Sin educación, las grandes masas sucumbieron a una de las características más saltantes de la era posmoderna: la superficialidad (la posmodernidad es una ideología burguesa, surgida, en notable medida, de las burguesísimas universidades de EE.UU.).
Es más que evidente que la clase empresarial/burguesa, tenía (y tiene) como principal valor social el enriquecimiento inmediato a cualquier precio (la inmediatez es otro de los valores de ideología posmoderna). Por ello, dicha clase no tuvo ningún empacho en promover, de manera ostentosa, festividades sajonas (gringas) sin ningún sentido y significado cultural para las y los peruanos (su festejo residía, precisamente, en su carácter superficial). Semejante promoción no era gratuita, se prestaba al consumismo puro y obsceno, el cual beneficiaba, a más no poder, a cada dueño, socio o accionista de la agiotista clase empresarial burguesa.
En este contexto, el consumismo se convirtió en un valor social inobjetable (el inmediato enriquecimiento de las clases burguesas empresariales dependía de ello). Y qué mejor que promover halloweens, san valentines, días del padre y de la madre, navidades, pascuas, etcétera, festejadas al “modo de vida americano”, todo con tal de lograr pingües ganancias.
Bajo estas circunstancias, la cultura peruana, reducida a objeto de consumo, sin un estado que se encargara de preservarla y promoverla, se hizo prescindible, descartable, “OPCIONAL”.
3. Acuarela de Pancho Fierro.
Hoy por hoy, cuestionar el halloween y relevar el día de la canción criolla es considerado, por muchas y muchos, como una huachafería (o peor, como chauvinismo). En este contexto, celebrar halloween se ha vuelto plenamente válido y legítimo, es lo más “IN”. Pobre de aquel que ose hablar de alienación. Sera condenado a ser parte de las huestes de la intolerancia, pues el consumismo (y no la tradición) es el nuevo y reverenciable valor social.
A este paso, a nadie debería extrañarle que, en pocos años, en Latinoamérica se terminen celebrando los gringuísimos “Thanksgiving Day” e “Independence Day, Fourth of July” (y no hacerlo u oponerse a ello será considerado “huachafería” y “chauvinismo”).

Se despide su amigo uranista.

Ho Amat y León Puño.

Imágenes.

lunes, 22 de octubre de 2012

DE POR QUÉ SACAR LAS PROCESIONES Y MISAS DEL ESPACIO PÚBLICO.

Queridas amistades:

Les envió mis saludos y mis mejores deseos.

Desde hace mucho tiempo, cada vez que piteo y pido la desaparición de las procesiones católicas (o las “misas” callejeras de los evangélicos), me cae una andanada de admoniciones, que me tachan de intolerante, fanático, fachoso, antidemocrático, etc. Y peor me va si me limito a explicaciones sobre la separación de estado e iglesia. El común de los mortales no acepta (ni entiende), el que se le asegure, que una democracia es más efectiva, más funcional, si la religión queda restringida al ámbito privado. Ensayare, entonces, una explicación menos teórica y más práctica.

1. Procesión limeña del Señor de los Milagros.

Las procesiones, como la del señor de los milagros (y las misas evangélicas en las calles con parlantes y amplificadores), no son, de ninguna manera, expresión de pluralidad democrática y de riqueza cultural. Las manifestaciones eclesiásticas en los espacios públicos son, simple y llanamente, demostraciones de poder (del poder de las iglesias cristianas). Durante la edad media, en la colonia y hasta el siglo XVIII, las iglesias cristianas tenían tanto poder, que no había ámbito social en el que no intervinieran (o, incluso, impusieran su voluntad). Las iglesias cristianas intervenían en lo político, en los asuntos de estado, no solo, en el control de la vida particular de la población en general y de las personas en particular, sino que hasta impulsaban guerras y genocidios (las cruzadas o la conquista de América son claros ejemplos). Las iglesias intervenían en lo social, a través de validar y bendecir (sacralizar) las desigualdades sociales (los estamentos en Europa y las castas en América). Las iglesias intervenían en lo económico, no solo disponiendo, a sus anchas, del erario del estado (en su propio beneficio), sino que su intromisión llegaba hasta las transacciones interpersonales (por ejemplo, en el medioevo, se prohibía el préstamo con intereses, tildándolo de usura, so pena de prisión). Precisamente porque las iglesias cristianas tenían poder para hacer su voluntad, ocupaban las calles con sus misas, sus procesiones, sus símbolos, sus ejecuciones, etc.
Desde el renacimiento, siglo XV, la sociedad occidental se fue librando, progresivamente, del intervencionismo de las iglesias cristianas en el estado (este proceso de secularización tenía como principal característica, el laicismo). Las iglesias cristianas perdieron, poco a poco, su poder y para el siglo XIX ya no podían entrometerse en política, economía, ni en la organización social (por lo menos ya no en el occidente europeo y en EEUU).
Como consecuencia, en aquellas naciones donde el laicismo se imponía, se abría paso a mayores libertades y derechos para la población. Estos procesos alcanzaron mayor dimensión, en aquellos países en donde el laicismo se tradujo en movimientos anticlericales.
No es casual, entonces, que en países donde el laicismo y los movimientos anticlericales alcanzaban mayor éxito (en aquellos países en donde las revoluciones burguesas alcanzaban mayor éxito) se dieran mayores libertades y derechos para las poblaciones. Ósea que si hay una relación inversamente proporcional entre iglesia y laicismo (a mayor laicismo, menor poder eclesial y a mayor poder eclesial, menores libertades). Así, en Latinoamérica, región en la que la iglesia (católica) aún conserva mucho poder, ella puede interferir incluso en las políticas públicas de los estados. Me centrare en tres cuestiones para ejemplificar esta situación, 1) la educación y libertad informativa sobre sexualidad, 2) el acceso de las mujeres a métodos de planificación familiar, 3) el reconocimiento de derechos a personas lesbianas y gueis.
En Europa occidental, donde el movimiento laicista y anticlerical fue mayor, es un hecho que hay mayores libertades y derechos en relaciona los tres aspectos mencionados Para mayor abundancia, en Francia, Inglaterra u Holanda (países con tradición laica y anticlerical), el aborto y las uniones homosexuales son licitas, mientras que las manifestaciones eclesiásticas en público son minúsculas o inexistentes (en Francia, incluso, los símbolos religiosos están prohibidos en espacios públicos).
Por su parte, en Latinoamérica, en países con tradición anticlerical, como México y Argentina, las manifestaciones eclesiásticas en público son menores, en la medida en que la población se haya mas occidentalizada y secularizada. En dichos países, con gobiernos más seculares y laicos, hay educación sexual escolar y acceso a información en dicha materia, hay políticas públicas de planificación familiar (como el reparto de anticonceptivos) y existen legislaciones antidiscriminación de personas homosexuales. Más aun, dichos países han firmado varias convenciones y pactos internacionales que reconocen derechos a personas lesbianas y gueis.
Por su parte, en el Perú, tierra de las procesiones más grandes de Latinoamérica (la del señor de los milagros es la mayor procesión capitalina del continente), la iglesia tiene tanto poder, que ha bloqueado la educación sexual y la información sobre sexo en la escuela y hasta en la universidad, las mujeres no tienen libre acceso a políticas de planificación familiar y uso de anticonceptivos y lesbianas y gueis no tenemos ningún reconocimiento legal (las iglesias cristianas y sus agentes políticos han bloqueado cuanta posible ley a favor de lesbianas y gueis se ha presentado en el parlamento). Y para peor, por injerencia de las iglesias y sus agentes políticos no se han firmado numerosos tratados que obligaban, al estado peruano, a reconocer derechos a las personas homosexuales.
En suma, en el Perú (y en cualquier país de Latinoamérica), las procesiones católicas (y las “misas” evangélicas callejeras) no son muestra de la gran libertad que hay en el país, ni mucho menos son expresión de su gran riqueza cultural. Las manifestaciones eclesiásticas en público son solo un termómetro, de cuanto poder tienen las agrupaciones religiosas. En el Perú, la iglesia católica tiene tanto poder, que hace lo que se le pega en gana, incluso tomar las calles como si fueran de su propiedad (las procesiones son muestra de ello).
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2. Opresión religiosa.

Oponerse a una procesión o a cualquier otra manifestación eclesial en público no es demostración de intolerancia. Aspirar a un estado laico, que expulse a las iglesias del ámbito público (y las limite al ámbito privado), tampoco es expresión de fanatismo. La participación de las iglesias en el ámbito público les da poder (político y simbólico/referencial) para inmiscuirse en lo que se le pegue en gana (incluso en la vida privada de la gente). La salida de lo eclesial del ámbito público (ámbito en el que se ejerce el poder político y estatal) es solo una forma de limitar el poder de las iglesias, ya que al no tener poder (político o simbólico/referencial), no puede imponer su voluntad a la sociedad. Desde el ámbito privado, la iglesia no puede imponerse, ni siquiera en la vida privada de la gente, pues sin poder (público, político y simbólico/referencial) la religión queda convertida a una simple opción personal.
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Queda con vosotros su amigo uranista.

Ho Amat y León.
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Imágenes.
1. Imagen tomada de: http://eoby.tripod.com/f_srmilagros.htm
2. Imagen tomada de: http://cntaittoledo.blogspot.com/2010/03/especial-anticlericalismo-en-erre-ke.html

viernes, 25 de mayo de 2012

SOBRE LAS NOCIONES DE ORIENTACIÓN SEXUAL E IDENTIDAD DE GÉNERO.

Queridas amistades:
Les saludo y les envió mis mejores deseos.

Días atrás, una amiga de la universidad me pidió que la instruyera sobre las nociones de orientación sexual e identidad de género, utilizadas en referencia a las reivindicaciones políticas y sociales del movimiento lésbico, guei, bisexual y trans (en adelante LGBT).

Iniciales del movimiento lésbico, guei, bisexual y trans.

Al respecto, lo primero que le dije fue, que no se trataba de nociones precisas (son, mas bien, nociones muy generales de uso práctico) y por ello no debía tomarlas como “académicas”. Luego pase a una explicación ordinaria. Así, orientación sexual se refiere básicamente, a los deseos y querencias sexo afectivas designadas como heterosexualidad, homosexualidad, bisexualidad y asexualidad; mientras que identidad de género se refiere, básicamente, a los roles sociales femenino y masculino (con independencia al “cuerpo sexuado” y a la “orientación sexual”) en una persona (aquí se supone que una mujer “biológica” y femenina, un varón “biológico” y masculino, una mujer hétero y masculina, un varón hétero y femenino, etcétera, son muestras de identidades de género).
Ciertamente hubo detalles y puntualizaciones que extendieron la explicación, pero también le mencione (solo le mencione), que las nociones de orientación sexual e identidad de género eran burdas simplificaciones, bastante problemáticas (le mencione varias veces lo de que traían consigo problemas, pero no tuve oportunidad para explayarme en ese sentido).
A continuación, pretendo explicar por qué tales nociones (orientación sexual e identidad de género), son simplificaciones imprecisas y problemáticas. Ciertamente se trata de nociones que han salido, tanto de ciertos ámbitos académicos (ciertos estudios de género) y de cierto ambiente político (el del movimiento LGBT), pero también revelan, de un lado, el estado de la cuestión (en los estudios de género), en un determinado momento de su desarrollo y, de otro lado, las limitaciones del movimiento LGBT (en el momento en que se fijaron políticamente dichas nociones), en el transcurso de su lucha social.
Las nociones de orientación sexual e identidad de género (al margen de lo cuestionable que resulta el uso de los términos orientación e identidad), responden, y se enmarcan, dentro de ciertos parámetros establecidos por el régimen de la “sexualidad” que existe en occidente. Responden a la forma en que se han ordenado y organizado el sexo y el género en la cultura occidental (por lo que aplicarlos a culturas no occidentales, resulta, en el menor de los casos, inapropiado, salvo que se plantee su occidentalización). No se trata, entonces, de conceptualizaciones académicas, científicas, sino de nociones que obedecen a una mirada entre cultural y pseudo científica.
En occidente se impuso un régimen cultural y sexual (llamado “sexualidad”), que instauro una identidad sexual conformada por diversos componentes jerarquizados, todos ellos articulados en torno a un eje conformado por los tres principales componentes de la mencionada identidad, a saber: un cuerpo sexuado (el del llamado sexo biológico), una faceta de género (un rol social de género) y una preferencia sexual (la mentada “orientación sexual”). Otros componentes serian las relaciones familiares, las afectivas, las domesticas, etc.
Esta identidad sexual se desdobla a partir del reconocimiento de dos sujetos específicos (sujetos sexuales), que en el ámbito popular se denominan simplemente mujer y varón (hombre). Más desde el ámbito académico, esta identidad fue denominada como “heterosexualidad”, además de ser considerada como única (los criterios pseudocientíficos usados para medir y controlar la concordancia y consistencia de los sujetos sexuales con la susodicha identidad, fueron los de lo natural y lo normal). En consecuencia, si solo se admite como posible y válida la identidad heterosexual, entonces el régimen de la sexualidad que la sustenta deviene en heterosexista. Siendo así, las personas solo podían ser: o mujer femenina y heterosexual o varón masculino y heterosexual. Cualquier inconsistencia o discordancia con estos parámetros identitarios, es rechazada y repudiada, además de ser considerada como anormal, contranatural (o antinatural), enferma, trastornada, desviada y un largo etcétera.
Indudablemente la “sexualidad”, la dimensión sexual humana, no se ciñe a estos parámetros culturales y más bien fluye en consonancia con los sentires, deseos y necesidades sexuales de cada persona. Ciertamente esos sentires, deseos y necesidades pueden ser, en mayor o menor medida, influenciados, condicionados y, hasta, determinados por la cultura, pero ello solo evidencia dos cosas: primero, que los sentires, deseos y necesidades sexuales son tan maleables que se amoldan a las diversidades culturales y, segundo, que los parámetros culturales no pueden ser considerados como cárceles, a las que se limite y restrinja la existencia sexual de cualquier persona.
Tomando esto en cuenta, no se puede dejar de reconocer, que las nociones de orientación sexual e identidad de género si bien permiten cierto entendimiento en los ámbitos político sociales (los avances en el reconocimiento de los derechos de las personas lesbianas, gueis y trans son clara muestra de ello), también han supuesto la sujeción y limitación de las diversidades sexuales y genéricas a cierta naturalización y normalización, bajo las que solo se acepta lo que encuadre, encaje o se acomode a sus “fronteras” (la actual campaña para despatologizar cierta diversidad genérica es muy sintomática, pues solo se admite aquellas manifestaciones que encajen dentro de la noción de “transgeneridad”). Ante tales circunstancias, se hace necesario revisar, a continuación, las nociones de orientación sexual e identidad de género para dilucidar a que se refieren con exactitud.
Respecto a la orientación sexual, esta noción valida y legitima la heteronormatividad de la identidad sexual, ya que supone la aceptación taxativa de los lineamientos normativos de dicha identidad. Aquí se introduce cierta variable que permite la definición de otras identidades sexuales: la homosexual, la bisexual y la asexual, aunque se mantiene intacta la esencia del modelo (las nuevas identidades son reflejos en el espejo de la identidad heterosexual). Así, heterosexualidad, homosexualidad, bisexualidad y asexualidad solo se distinguen, entre si, por la variable de la preferencia sexual y comparten los demás componentes y “taras” del modelo heteronormativo. Como se menciono anteriormente, el modelo sexual identitario se constituyó como único (se considera, a sí mismo, como natural y normal, como esencial e inherente al ser humano), por lo que no admite variaciones y diversidades. Por esta razón, el modelo, por su propio carácter, genera rechazo y repudio a cualquier cambio, variación o diversificación de su constitución (la homofobia es la manifestación más clara de este rechazo y repudio). En tal sentido, la noción de orientación sexual limita y restringe las diversidades sexuales dentro del marco del eje cuerpo sexuado/faceta de genero, es decir, mujer femenina/varón masculino (aquí solo se puede ser hetero, homo, bi o asexual si se es mujer femenina o varón masculino, pero, ante otras variables, el rechazo y repudio no se hacen esperar).
Respecto a la identidad de género, esta noción acarrea más problemas que la anterior, pues supone un alejamiento mayor al modelo heteronormativo. Con la noción de identidad de género se hace referencia a nuevos sujetos sociales (distintos a los anteriormente mencionados), los cuales son el resultado de otras variaciones al modelo sexual identitario. Dichos sujetos sociales implican una variable al modelo (la de la faceta de género) o, incluso, dos (la de la faceta de género y la del cuerpo sexuado).
En el primer caso, el de una sola variable (la de la faceta de género), se asume que las personas “mudan” de género, pasando de una faceta, la que se dice tener desde el nacimiento, a otra, la del otro “sexo”. En tal caso, la persona “muda” no solo el vestir, sino, también, los gestos y comportamientos. Así, un varón masculino cambia a femenina y una mujer femenina cambia a masculino (no se descartan algunas modificaciones del cuerpo tales como cortarse el pelo o dejárselo crecer, depilarse las vellosidades, fajarse los pechos, ponerse ciertos implantes, etc.). En el segundo caso, el de dos variables (la de la faceta de género y el cuerpo sexuado), no solo se “muda” de género, sino que, también, se hacen modificaciones “mayores” (el llamado cambio de sexo). En el primer caso, a las personas que “solo” cambian de género se las denomina como “transgéneros” y en el segundo caso, las personas que, además de “mudar” de género, modifican su cuerpo, se les denomina “transexuales”.
En ambos casos (el de una variable y el de dos), dado el absolutismo y la rigidez del modelo heteronormativo, el rechazo y el repudio no se hacen esperar (a este se le denomina como “transfobia”). A las personas transgéneros no se les admite como valido su cambio genérico y, contrariamente, se las considera como caricaturizaciones del género asumido (se asume que los varones caricaturizan lo femenino y las mujeres caricaturizan lo masculino). Peor aún, al no haber modificación corporal (cambio de sexo) se las considera vulgares imitaciones del otro “sexo” (aquí no se admite como válido o legítimo, el que las personas solo quiera cambiar su género sin cambiar de “sexo”). Por su parte, a las personas “transexuales” la modificación corporal no les es reconocida como válida, pues se asume (social y pseudo científicamente) que el cuerpo es absolutamente inmodificable (las “transexuales” siguen siendo esencialmente varones y los “transexuales” siguen siendo esencialmente mujeres).


Símbolos de las poblaciones lésbica, guei, bisexual y trans.


Las nociones de orientación sexual e identidad de género, al remitirse al modelo heteronormativo, terminan por refrendarlo. Así, las personas con deseos y prácticas sexuales no heteronormadas se las encasilla (o se pretende encasillarlas), contra su voluntad o con ella, dentro de los parámetros de las nuevas identidades sexuales no heterosexuales (por ello, a nivel social, cualquier persona que se permite una experiencia homoerótica es inmediatamente encasillada como lesbiana o guei; mientras que dentro del “ambiente homosexual” las personas que se permiten practicas hétero y homoeróticas a la vez, son tildadas, en el mejor de los casos, de “indefinidas”).
Por otro lado, dado que solo se reconocen dos posibilidades de género, la femenina y la masculina, todas las actitudes y conductas, todas las prácticas y comportamientos sociales son divididas y reagrupadas en dos, quedando cada agrupación bajo las categorías de lo femenino y lo masculino. Así, socialmente no se asume que el género (dado que es un constructo social) sea una faceta de vida, una “vivencia performativa”, sino, más bien, una esencia existencial (no se considera admisible o creíble el que las personas se apropien y asuman el género en la medida en que lo viven). En tal caso, la feminidad y la masculinidad, en tanto identidades esenciales, no admiten otra posibilidad. Por ello, solo las mujeres femeninas y los varones masculinos constituyen sujetos válidos y legítimos (otras posibilidades no tienen el mismo valor y solo se les reconoce en forma subordinada, como “trans”). La identidad de género, entonces, solo reconoce dos categorías genéricas, naturales y esenciales (la feminidad y la masculinidad) y varios rangos subalternos (al respecto se ha establecido toda una gradación de rangos para “registrar” el paso de un género a otro, a saber: amaneramiento, transvestismo, transgeneridad y transexualidad). La identidad de género no admite, en el fondo, las variantes al modelo heteronormativo (por ejemplo, la masculinidad mujeril o la feminidad varonil), no reconoce su validez (son apenas “identidades trans”) y para peor, tampoco admite ni permite disensiones a aquel régimen impositivo, es decir, que se niega la posibilidad de un género distinto a la feminidad y la masculinidad (en tal sentido, dado que el modelo no admite disenciones, ser "trans" y hétero es, en el mejor de los casos, increible, mientras que ser transexual y homosexual, a la vez, genera confusiones [así, no se admite como posible el que una mujer "se haga" varón para ser guei o que un varón "se haga" mujer para ser lesbiana]).
Queda claro hasta aquí, que si bien las nociones de orientación sexual e identidad de género permitieron al movimiento LGBT posicionar específicas manifestaciones sexuales y genéricas (la lésbica, la guei, la bisexual y la trans), ellas también han supuesto una limitación a las diversidades sexuales y genéricas (fuera de estas nociones no hay reconocimiento “oficial” alguno). Las nociones de orientación sexual e identidad de género refuerzan y reproducen los parámetros restrictivos del régimen heterosexista, pues así no haya sido esa la intención, refrendan los alcances y la opresión de dicho régimen social.

Se despide su amigo uranista.

Ho.

Imágenes.
1. Imagen tomada de: taatamata.wordpress.com
2. Imagen tomada de: gayadvicedarlington.co.uk

martes, 8 de mayo de 2012

REFERENTES DE HOMOSEXUALIDAD Y TRANSGÉNERIDAD.

Amistades mías:
Reciban mis más cordiales saludos.

Pareja lésbica.
Alguna vez se han preguntado acerca de aquello que orienta sus vidas genéricas y sexuales. Ojo, aquí no estoy hablando de sus preferencias sexuales ni de sus opciones genéricas, más bien pregunto por su vida sexual en relación a lo genérico y sexual, pregunto acerca de aquellas instancias sociales a las que se remiten sus estilos de vida genéricos y sexuales.
Para cualquier persona, inmersa dentro de la sociedad occidental (sin excluir a las sociedades occidentalizadas), es difícil, por decir lo menos, caer en cuenta y tomar conciencia de que vivimos bajo un régimen heteronormativo, que al ser impuesto como único, devienen en heterosexista.
Dicho régimen influye, condiciona y hasta determina no solo las formas en que vemos la vida, sino, también, las formas en que organizamos nuestras existencias. Si la normativa de un régimen, que se impone como único, apunta a que todas y todos debemos ser heterosexuales, resulta lógico el qué todas las ideas y representaciones de la realidad apunten en esa dirección, el que todos los usos y costumbres se organicen en esa dirección.
Por consiguiente, encontramos imágenes y referentes de heterosexualidad desde que llegamos al mundo. Así, si no nacimos dentro de una pareja hetero casada o arrejuntada (o que ya no está, pero lo estuvo), encontramos parejas de tías y tíos, abuelas y abuelos, primas y primos, vecinas y vecinos, etc. Conocemos amistades, profesores, colegas, etcétera, que tienen en común su heterosexualidad. Familiares, allegados y hasta desconocidos hablan con nosotras y nosotros de nuestra vida presente y futura, como si se diera por sentado que todo el mundo fuera heterosexual (nos inquieren sobre nuestra pareja hetero, nuestro compromiso hetero, nuestra descendencia, etc.). Vemos heterosexualidad en periódicos, revistas, películas, telenovelas, series, noticieros, etc. Vemos parejas heteros en las calles, que, de tanta aceptación que tienen, pasan inadvertidas.
En la escuela, en los cursos de ciencias naturales, biología, psicología, historia, civismo, etcétera, recibimos mas referencias a la heterosexualidad. En biología se nos dice que el fin de la vida es dar vida (referencia equivoca del saber científico burgués, que se remite a la visión social heteronormativa y reproductivista). En historia siempre se nos habla de personajes en noviazgo, connubio, viudez y hasta con amantes, pero siempre heterosexuales (se omiten, también, las prácticas afectivas y sexuales de personajes y culturas, que sean distintas a la heteronormatividad).
En el ámbito jurídico legal, todas las leyes y jurisprudencia relativas a la familia son, básicamente, heteronormativas (el matrimonio es el mayor ejemplo). En el ámbito público, las y los políticos (y ni que decir de las y los funcionarios del estado) no hacen más que reforzar y reafirmar los valores de la heteronormatividad (lo que refuerza la exclusión de las diversidades). E incluso en la internet, la mayoría de los contenidos públicos, o están dirigidos a heterosexuales, o están heteronormados (o, peor aún, son impositivamente heterosexistas). Ciertamente los ejemplos podrían multiplicarse hasta el infinito.

Pareja guei.
En resumen, la heterosexualidad y la heteronormatividad son ubicuas en nuestras vidas, son omnipresentes. Consecuentemente, el régimen sexual de occidente, al imponer la heterosexualidad como única forma de relacionarse afectiva y sexualmente, no permite, ni da lugar, a otras manifestaciones afectivo sexuales. En tal sentido, la población en general solo puede percibir y visualizar semejante heterosexismo, como si se tratara de la cosa más natural y normal del mundo (anótese, aquí, que los criterios de lo natural y lo normal, fueron impuestos por el saber científico burgués como “dispositivos” de control, tanto de su régimen social, como de su régimen sexual).
En este contexto, las personas cuyas necesidades y deseos afectivo sexuales se asemejan al modelo heteronormativo, no solo naturalizan su propio sentir, sino que, además, llegan a ignorar y desconocer la posibilidad de experiencias y sentires diversos (sin imágenes y referentes de diversidad, las posibilidades de imaginar o concebir algo distinto a la heterosexualidad, se reducen y se hacen ínfimas). Por su parte, las personas cuyas necesidades y deseos afectivo sexuales difieren del modelo heteronormativo, se ven disminuidas y encuentran muchas dificultades para llevar una vida plena (al no tener imágenes ni referentes a los cuales remitirse, su desarrollo y desenvolvimiento personal se hace, prácticamente, a ciegas).
Sin referentes oficiales sobre diversidades genéricas y sexuales (distintas a la heterosexualidad), la población en general tiende a ignorar y desconocer cualquier manifestación distinta a la heteronormada. Este sería el punto de partida de la homofobia y la transfobia, pues, comúnmente, lo desconocido genera miedo y el miedo engendra odio. Las personas, a nivel individual y colectivo, temen y odian aquello que desconocen. Por consiguiente, al no haber referentes sociales sobre la homosexualidad (lesbianismo y gueidad) y la transgeneridad (transvestismo, transexualidad, etc.), la discriminación, la exclusión, la marginación y la violencia se convierten en la respuesta hacia aquello que se ignora y se desconoce.
Para conjurar la homofobia y la transfobia (con sus secuelas de discriminación, exclusión, marginación y violencia) se hace completamente necesario, el que la homosexualidad y la transgeneridad tengan referentes sociales (también ubicuos y omnipresente), a los cuales la población en general se remita. Se hace necesario que la homosexualidad y la transgeneridad ocupen un lugar en el espacio público y político (de la misma forma y al mismo nivel que ocurre con la heterosexualidad). No basta con buscar normas y leyes que frenen la discriminación y la exclusión o que sancionen la marginación y la violencia. Ello, por sí solo, no producirá ningún cambio.
Sin referentes sociales (públicos y políticos) que permitan conocer la homosexualidad y la transgeneridad y que, además, orienten a la población sobre su validez y legitimidad, la plena integración de las personas homosexuales y transgéneros será una quimera, una utopía. La homofobia y la transfobia jamás desaparecerán sin referentes claros y precisos de homosexualidad y transgeneridad.
Tales referentes deben ser producidos por la propia población LGT (lésbica, guei y trans), por las y los activistas LGT, por las comunidades LGT. Tómese en cuenta que, en toda sociedad y cultura, los referentes sociales oficiales siempre muestran aquellas actitudes, comportamientos, usos y costumbres, que las poblaciones en general consideran representativos de sí mismos. Hacer lo mismo no es tarea sencilla, ni mucho menos fácil, pues, en sociedades heterosexistas como las nuestras (occidentales y occidentalizadas), no basta con producir referentes claros y específicos sobre homosexualidad y transgeneridad, sino, también, luchar para que dichos referentes sean aceptados por toda la sociedad (con la misma valía y en las mismas condiciones que los referentes de heterosexualidad).

Trans masculino y su pareja.

Por último, una posible alternativa a la producción de referentes, claros y precisos, de homosexualidad y transgeneridad, pasa por la abolición de las identidades sexogenéricas (la hetero, la homo, la trans, etc.), pero el grueso de la población no mira en esa dirección. Más aún, no se cuenta con gente dedicada a producir los necesarios referentes de diversidad genérica y sexual, que sustituyan a las identidades sexogenéricas ya establecidas. Ni tampoco hay activismos políticos que hagan proselitismo, que convenzan y sensibilicen a la población en general, para ir en esa dirección (es más, las y los pocos propulsores de tal abolicionismo están bastante “divorciados” del sentir mayoritario de la población [la hetero, la homo, la trans, etc.]).
Sea como fuere, la producción y tenencia de referentes sociales (políticos y públicos) sobre diversidades genéricas y sexuales alternas a la heterosexualidad y a la heteronormatividad, es un requisito más que indispensable, si se quiere lograr la plena inserción social.

Se despide, su amigo uranista.

Ho.

Imágenes.
1. Imagen tomada de: terra.com.mx
2. Imagen tomada de: sarahabilleira.com
3. Imagen tomada de: taringa.net