lunes, 28 de octubre de 2013

DE PROCESIONES Y MARCHAS (EL “SEÑOR DE LOS MILAGROS” VERSUS EL “ORGULLO LGBTI” [LÉSBICO, GUEI, BI, TRANS E INTERSEXUAL]).


Queridas amistades:
Les envió mis saludos y mis mejores deseos.

1. Procesión del "Señor de los Milagros".
Llegó octubre y en Lima, la capital del Perú, las calles se ven invadidas por la procesión capitalina más grande del continente: la del “Señor de los Milagros”, que es, a no dudarlo, una gran manifestación religiosa, que, a decir de muchas y muchos católicos, es la más importante del país. Ello puede ser discutible, pero eso no es materia de esta presente entrega. Lo cuestionable aquí es la invasión del espacio público con una manifestación religiosa (algo inadmisible en un país moderno donde la separación de iglesia y estado sea real). Y frente a los cuestionamientos que hacemos algunas y algunos activistas lésbicos, gueis y trans sobre semejante invasión, mucha gente, al parecer defensora de la manifestaciones religiosas en público, replica que lesbianas, gueis y trans también invadimos la calle con la marcha del “Orgullo LGBTI”.
Ante esta comparación entre procesión y marcha, mi respuesta inmediata fue: “El que un acto religioso como la procesión invada el espacio público es herencia colonial, su realización obedece a una mentalidad pre moderna. La marcha LGBT es una acción política y el espacio legítimo para la política es el ámbito público. Contrariamente, en un país civilizado, donde hay verdadera separación de iglesia y estado, la religión es parte del ámbito privado y no tiene cabida en el ámbito público. Obviamente, para quienes no cuestionan la retrograda herencia colonial, el que la religión usurpe el espacio público no tiene nada de malo”.
La respuesta inmediata a este planteamiento, fue que ambas, marcha y procesión, toman la calle y generan molestia, ergo, si son comparables. Pero esta respuesta revela precisamente que no hay una mirada crítica sobre la cuestión. No hay punto de comparación entre una manifestación política y una manifestación religiosa, entre la práctica política y la práctica religiosa, entre el uso político y el uso religioso. Precisamente no ver la diferencia revela desconocimiento sobre la vida cívica de un moderno estado democrático. Asumir que política y religión son equiparables, o que son la misma cosa, pone en evidencia una percepción que no tiene clara la delimitación entre lo eclesial y lo estatal, entre la religión y la política, entre lo privado y lo público (precisamente el tipo de percepción que regía el mundo premoderno, medieval o colonial, de cuándo estado e iglesia estaban ligados indisolublemente, de cuando había teocracia y no democracia).
No se puede comparar lo político y lo religioso, no solo porque sus esferas de desenvolvimiento son disimiles, sino porque su carácter en si es incomparable. Ahora bien, en referencia al carácter de lo político y lo religioso, mientras en política todo aquello que se plantea puede estar sujeto a crítica y cuestionamiento, en religión mucho de lo que se plantea, es, en definitiva, considerado como indiscutible e incuestionable. Tanto la política como la religión están conformadas por un conjunto variado de ideas, pero la base indispensable para la investigación y formulación de un sistema político de ideas es el análisis crítico, en cambio muchas de las ideas religiosas son cuestiones de fe, de dogma, lo cual quiere decir, que no hay ninguna cabida para el análisis crítico.
De otro lado, las esferas de desenvolvimiento político y religioso son harto disimiles. Cuando el orden capitalista burgués impuso la separación de lo público y lo privado (entre finales del siglo XVIII y mediados del siglo XIX), expulsó a la religión del ámbito público, para conjurar su perniciosa intervención sobre la vida público política de la sociedad. Pero también se recluyó a la religión en el ámbito privado, como una forma de protección. La religión, en el ámbito privado, quedó salvaguardada como una cuestión de conciencia, es decir, una dimensión en la que la crítica y el cuestionamiento no tienen cabida posible.
Lamentablemente, muchas y muchos creyentes defienden una supuesta prerrogativa (o ¿derecho?) de la religión a manifestarse públicamente. Pero esta supuesta prerrogativa implica una nula tolerancia al cuestionamiento. Bajo el derecho a la libertad de conciencia, las y los creyentes claman que no hay cuestionamiento posible a su profesión de fe. Sin embargo, dichas y dichos creyentes pretenden que ese derecho a que no se cuestionen sus creencias, se extienda, del ámbito privado, al ámbito público. En otras palabras, muchas y muchos creyentes pretenden que su religión transite en el ámbito público, con las mismas prerrogativas que se le reconocen en el ámbito privado.

2. Marcha del "Orgullo LGBTI",
del 2013 en Lima.
Aquí la comparación de las procesiones religiosas con la marcha del “Orgullo LGBTI” adquiere su verdadera dimensión. Así, mientras la marcha del “Orgullo LGBTI” está abierta a crítica y cuestionamiento (incluso en lo referente a su derecho a ocupar el espacio público), las procesiones religiosas son defendidas bajo la premisa, de que su “derecho” a ocupar el espacio público no puede ser cuestionado. En tal sentido, la marcha del “Orgullo LGBTI” se pliega a los principios que rigen el ámbito de lo público, que son los de la política.
Al respecto, el activismo lésbico, guei y trans plantea que su ocupación del espacio público, obedece a dos planteamientos políticos puntuales: a) la visibilización (en respuesta a la invisibilización heterosexista de las diversidades genéricas y sexuales), y b) la protesta (ante las desigualdades e inequidades en materia de derechos). Aquí el activismo lésbico, guei y trans reconoce sin problemas, que en un horizonte de referentes equitativos y derechos igualitarios la marcha desaparecería, pues no tendría razón de ser. De otro lado, las y los defensores de las procesiones plantean, que su ocupación del espacio público es un “derecho” (¿su derecho a la libertad de expresión?). Aquí las y los procesionistas de ninguna manera asumen, que ocupar las calles pueda no ser “su derecho” o que tal ocupación pueda ser arbitraria, injusta o antidemocrática.
Al respecto, las procesiones son un vestigio anacrónico y retardatario de la época feudal y colonial. Precisamente en la época colonial (y feudal) no había separación entre iglesia y estado. La religión, entonces, al estar imbricada en las estructuras del estado, ocupaba el espacio público. Aquí las iglesias consideraban que ello, más que su prerrogativa, era “su derecho” (su “derecho divino”). En consecuencia, el espacio público era considerado “su espacio” (y ello era asumido como una cuestión de fe, como un dogma, razón por la que las iglesias hacían y deshacían a sus anchas y a su placer en el espacio público).
Actualmente, la permisividad hacia la intrusión eclesial en el espacio público es una abierta invitación a la intervención eclesial en otras áreas del ámbito público (ya que si se considera legítimo que la religión intervenga el espacio público, ¿porque no sería igualmente legítimo que la religión intervenga en otras áreas del ámbito público?). Hoy por hoy, en Latinoamérica, pasar del espacio público a las políticas públicas no parece ser un problema para las iglesias cristianas. Aquí lo lamentable es que el sentido crítico de mucha gente se diluye ante la religión. Siendo así, algunas personas cuestionan el que las iglesias se beneficien con el uso de recursos públicos (mediante la subvención del clero o la excepción de impuestos), pero no cuestiona que las iglesias se beneficien con el uso del espacio público (aquí los criterios usados son altamente selectivos y contradictorios, pues ante el común usufructo de la cosa pública, se cuestiona de un lado, pero se valida del otro).
En este punto algunas y algunos dirán, que la marcha del “Orgullo LGBTI” también se beneficia del uso del espacio público, pero no toman en cuenta que el fin de dicha manifestación es legítimamente político. La marcha del “Orgullo LGBTI” tiene como objetivo político, generar conciencia a través de la visibilización y la protesta (ante una sociedad que invisibiliza y discrimina), pero cualquier procesión, en el mejor de los casos, tendría por fin el proselitismo religioso. Sin lugar a dudas, algunas y algunos defensores de las procesiones dirán que ambos son objetivos proselitistas, pero mientras el activismo LGBTI hace proselitismo a favor de las existencias genéricas y sexuales diversas (a favor de su sobrevivencia), las iglesias ocupan el espacio público como forma de mantener su influencia social, pero, también, y sobre todo, su poder político.
Aquí yace la verdadera cuestión. Las procesiones no son, como piensan muchas y muchos creyentes, una simple manifestación de su fe. La religión no requiere de semejante demostración para sobrevivir, es más, hay una vasta legislación burguesa que protege y favorece a la religión y sus iglesias (mediante el derecho a la libertad de conciencia, la excepción de impuestos, la enseñanza religiosa, etc.). Por consiguiente, la expresión religiosa en el ámbito público no es más que un instrumento de poder, instrumento que, en mayor o menor medida, permite a las iglesias posicionarse como instancias de apelación y de autoridad sobre la sociedad. Es por ello que, en Latinoamérica, la iglesia católica, para mantener alguna sombra de su antiguo poder político (colonial), se entromete, directa o indirectamente, en el ámbito público (lo que abarca desde el espacio público hasta las políticas públicas). Y, lamentablemente, ello es imitado por otras iglesias cristianas. En tal sentido, no es casual que, en Latinoamérica, las iglesias en general tengan mayor poder y se muestran más autoritarias, en aquellas regiones donde sus manifestaciones públicas son más notables y fuertes.

3.  No a la ocupación religiosa
del espacio público.
En suma, las procesiones no son inofensivas manifestaciones públicas de fe (quizás las y los creyentes mejor intencionados lo sientan así). En realidad, las procesiones son vulgares instrumentos de poder, en manos de una iglesia hambrienta de mantener una posición de dominio sobre la sociedad. La marcha del “Orgullo LGBTI” en cambio no aspira ni remotamente a semejante posición. Pretender, entonces, que procesión y marcha son manifestaciones equiparables, en tanto ambas ocupan el espacio público, resulta francamente absurdo.

Se despide su amigo uranista.

Ho.

Imágenes.
1.- Imagen tomada de: peru21.pe
2.- Imagen tomada de: laprimeraperu.pe
3.- Imagen tomada de: intereconomia.com

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