lunes, 23 de diciembre de 2013

LA MUJER Y EL ROMANTICISMO (II).

Queridas amistades:
Les envió muchos saludos y buenaventuranzas.

Ser romántico en el presente es algo que mucha gente valora positivamente, aun cuando el romanticismo sea una ideología del siglo XIX. Precisamente hace dos siglos la ideología romántica se impuso en todos los ámbitos de la sociedad occidental, desde lo macrosocial (como la política y la economía), hasta lo microsocial (a lo domestico y lo interpersonal). Dicho romanticismo impuso, por encima de la realidad, una idealización que se encargó de embellecer y edulcorar las diversas manifestaciones de la opresión y dominación patriarcal y burguesa. Es decir, que bajo el influjo romántico la opresión y dominación se convirtieron en ideales universales, en aspiraciones sociales, en modelos de socialización que supuestamente toda la población debía desear y querer. Para la segunda mitad del siglo XIX, la ideología romántica fue expectorada de la mayoría de los ámbitos sociales (la política, la economía, la ciencia, etc.), pero aún en el presente conserva mucha de su influencia en el ámbito privado, específicamente en los ámbitos de lo domestico e interpersonal, en las esferas de lo familiar y lo genérico.
Ahora bien, dado que el romanticismo enmascara la opresión y la dominación patriarcal y burguesa, no es casual que la ideología romántica aun mantenga notable vigencia, en aquellos ámbitos que actualmente son el último reducto, en el que se han centralizado las disputas y luchas entre conservadurismo y progresía (los ámbitos de lo familiar y lo genérico). Las implicancias de lo que significó la implantación del romanticismo en los ámbitos familiar y genérico (allende el siglo XIX), aun en la actualidad se dejan sentir en la vida de la gente en general y de las mujeres en particular. En relación a las mujeres, el romanticismo supuso para ellas una condena, antes que una liberación (para peor, muchas mujeres, aun en el presente, ordenan sus existencias bajo el sino de una ideología, que precisamente se ceba sobremanera en su dominación y opresión). Es en los ámbitos de lo familiar y lo genérico, en donde precisamente la dominación y la opresión de la mujer fue mejor enmascarada por el romanticismo.
En el ámbito familiar, los cambios y transformaciones que se dieron con la implantación del orden capitalista burgués (fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX), conllevaron a la implantación de un nuevo y predominante modelo familiar, el nuclear. Bajo el orden social anterior, el feudal aristocrático, el modelo familiar hegemónico fue el extenso. La familia extensa era un grupo numeroso y multigeneracional (varias y varios parientes, de dos o tres generaciones, vinculados a través de diversas relaciones de parentesco y ordenados alrededor de un jefe familiar, un patriarca). Bajo dicho modelo extenso, cuyo principal vínculo parental era el de filiación (y no el de alianza o matrimonio, como ocurre en la burguesa familia nuclear), la familia se prolongaba, por generaciones, entre todas y todos los miembros de la parentela (tanto “ascendientes” como “descendientes”), por lo que no había una búsqueda de “familia propia” (como ocurre con la familia nuclear), sino plena identificación con el viejo tronco familiar (razón por la que aquí primaba el origen, la procedencia, la progenie, la estirpe, el linaje, la genealogía, etc.). Cabe anotar que, para la familia extensa, el matrimonio no fundaba familia, apenas implicaba “mudar” de filiación.

             1. “La familia Cayetano Fuentes” (1837). 
              Cuadro del pintor romántico José Elbo.

Con el orden capitalista burgués la familia quedó reducida a su mínima expresión, a un núcleo, conformado por un varón, su cónyuge y su descendencia inmediata. Con el modelo nuclear el matrimonio recién se erigió en relación fundacional de la familia (la persona al casarse dejaba su familia anterior y formaba una nueva). Bajo la sociedad burguesa, el romanticismo convertiría a la familia en un reducto idílico, en el que, supuestamente, sus miembros alcanzarían la felicidad. Este mito idílico quedaría consagrado en la novela romántica y, sobre todo, en los cuentos de hadas (el final de la mayoría de aquellos cuentos es bastante revelador: “se casaron y vivieron felices por siempre”). Aquí la mujer, sometida al influjo romántico, anheló un “caballero andante”, su “príncipe azul” (su “white knight”, su “charming prince”), con el cual casarse y convertirse en “la madre de sus hijos”. Esta visión familiar seria, en adelante, no su máxima aspiración, sino la única.
Pero lamentablemente, lejos de aquella visión idílica, la familia burguesa no mejoraría, en sí, la situación de la mujer. En comparación, la familia extensa brindaba a la mujer mayores mecanismos de protección frente a los abusos dados entre la parentela. Esto no quiere decir, que con la familia extensa las mujeres no sufrieran abusos (muchas mujeres fueron tratadas como siervos de la gleba), pero con la familia extensa las mujeres tuvieron más posibilidades de conjurarlos (indudablemente eran posibilidades que, a veces, solo quedaban en eso).
Ahora bien, la familia extensa, a diferencia de la nuclear, no solo era una unidad de convivencia, sino que, también, podía ser una unidad de producción. Siendo así, muchas alianzas interfamiliares tenían un carácter socioeconómico y varias de ellas se daban a través de matrimonios. Y en la medida en que dichas alianzas fueran necesarias o ventajosas, las mujeres casaderas o casadas podían gozar de cierta valía y estimación. Ciertamente la situación podía darse a la inversa, más en la familia extensa, la mujer no necesariamente se hallaba sola ante el marido (como si ocurriría en la familia nuclear), podía recurrir al padre, a los tíos, a las mujeres mayores o al patriarca familiar (como grupo extenso, toda la parentela podía intervenir, de un modo u otro, en las variadas relaciones intrafamiliares).
Aquí es necesario aclarar, que la voluntad de la mujer no se hallaba completamente abolida. Al respecto, ya el cristianismo primitivo le había reconocido a la mujer, la potestad de aceptar o rechazar un marido, aunque, con el tiempo, dicha potestad se halló claramente limitada por la costumbre y los deberes familiares y clasistas. También se encuentra que, bajo la sociedad feudal aristocrática, la mujer no aspiraba a grandes amores, al “amor de su vida”, sino a cuestiones mucho más mundanas, en donde los afectos, si bien podían considerarse, no eran lo más importante, ni mucho menos lo único (es recién con el romanticismo que se empieza a pensar que el amor lo es todo). Antes del siglo XIX, las mujeres bien podían aspirar a mejorar, en varios sentidos, su situación social (cuestiones por las que una mujer, bajo el orden burgués y romántico, seria tachada y estigmatizada como interesada, fría y calculadora).
Con el pensamiento capitalista burgués llego el romanticismo y con este último el matrimonio dejó de obedecer a intereses socioeconómico familiares (la gente se empezó a casar solo “por amor”). Aquí la mujer, alienada de romanticismo, dejó de preocuparse por su situación socioeconómica, aun cuando dicha situación quedaba precariamente en manos de una sola persona, el marido. El nuevo orden capitalista burgués sometió a la mujer, por completo, al dominio socioeconómico del varón. Así, bajo el orden aristocrático de la ilustración, a la mujer se le reconoció cierta capacidad de auto administrarse, mientras que, bajo el orden burgués decimonónico, a la mujer se la supeditó a pleno tutelaje masculino (por ejemplo, para la aristocracia ilustrada la mujer podía manejar el dinero que le era asignado y, entre otras cosas, podía comprar su propio vestuario, en tanto que, para la burguesía victoriana, era el varón quien debía administrar el dinero e incluso este podía decidir cómo debían vestir su esposa e hija).
Cabe anotar que sí, bajo el orden capitalista burgués, hubieran primado las premisas igualitarias de la ideología liberal, la mujer quizás habría adquirido, más prontamente, la potestad de casarse con quien se le pegara la regalada gana (lo que implicaba la posibilidad de casarse con quien ellas consideraran conveniente), pero el romanticismo oblitero por completo esa posibilidad y le impuso a la mujer una sola “opción”, casarse por amor. En el extremo, algunas mujeres solteras y románticas, si su familia se oponía rotundamente a un “amorío”, podían optar por fugarse con el pretendiente, pero ello las entregaba por completo al susodicho (para la mentalidad burguesa la mujer soltera que huía con un varón, aun cuando se casara, quedaba deshonrada, por lo que su familia podía repudiarla, mientras que la familia del “amado” podía tenerla como despreciable).
El advenimiento de la sociedad capitalista burguesa, entonces, implicó peoría para la situación de la mujer. Las mujeres quedaron sometidas a una serie de mandatos sociales, que hicieron más severa su situación de opresión. Aunque el romanticismo se encargó de enmascarar la realidad y terminó convirtiendo la situación opresiva de la mujer, no solo en aceptable sino, también, en deseable.
En el ámbito genérico, el orden burgués marginó por completo a las mujeres, las subordino al poder masculino y las relegó al ámbito privado, a la esfera de lo domestico (mientras que, en el antiguo régimen aristocrático, las mujeres no solo tuvieron cierta participación en el ámbito público, sino que, también, llegaron a ejercer ciertas cuotas de poder en sus comunidades).
Hacia mediados del siglo XIX, la pseudo ciencia burguesa naturalizó las distinciones entre mujeres y varones, es decir, que asumió las distinciones de género como inherentes en la biología humana, a la “naturaleza humana”. Indudablemente estas distinciones de género tenían un origen más bien social e histórico, el régimen patriarcal sancionado por el orden burgués. Esto solamente fue posible, gracias a que la ideología romántica, surgida a finales del siglo XVIII, allanó el camino para la naturalización del género. La ideología romántica, en primer término, hizo de la dominación masculina una moralidad y, luego, convirtió dicha moralidad en aspecto indesligable de la existencia social humana (de ahí a transformarla en inherente y natural no hubo más que un paso).

              2. “La Condesa de Vilches” (1853). 
    Cuadro del pintor romántico Federico Madrazo. 

Es aquí que el romanticismo, enmascaró diversas prácticas de dominación masculina bajo la forma de un ideal, el de la caballerosidad, ideal que suponía ciertas cuotas de altruismo y desinterés, que hallaban su más acabada expresión, en el trato que los varones, supuestamente, debían dispensar a las mujeres. Para el romanticismo la protección de la mujer se convirtió en la principal de sus motivaciones (protección que estaría a cargo de una figura superior, dominante: el “caballero andante”, el “príncipe azul”). La mujer, en tanto debía ser protegida, era objeto de puntillosos cuidados y atenciones (tenderle la mano ante un desnivel, abrirle la puerta, acomodarle la silla, mantenerla, etc.). Pero si la mujer requirió de protección masculina, fue porque el régimen capitalista burgués la dejó en clara situación de vulnerabilidad, sometiéndola legal y jurídicamente al varón (poniéndola bajo su patria potestad), y convirtiéndola en una interdicta a nivel social y económico (al negarle toda posibilidad de valerse por sí misma).
El romanticismo, entonces, fue el discurso social que convirtió la dominación patriarcal y machista, del orden capitalista burgués, en un régimen social positivo, aceptable, válido y legítimo (trastocando las percepciones hasta el grado de hacer pasar la fantasía, de novela o cuento de hadas, por realidad). Gracias al romanticismo, las mujeres asumieron la subordinación femenina como su reivindicación existencial por excelencia, mientras que el trato “romántico” (verdadero protocolo social que confería a la mujer, el trato dado a un ser incapacitado o minusválido), en lugar de ser asumido como degradante, fue considerado como buena educación, cortesía, galantería, caballerosidad.
Aun en el presente, muchas mujeres no consideran que la caballerosidad sea muestra de machismo disfrazado o que el romanticismo encubra relaciones de género inequitativas. Lamentablemente algunas mujeres consideran aun, que su realización personal depende de una relación soñada con un romántico galán caballeresco. Indudablemente, si un varón le grita a una enamorada, existen serias probabilidades de que en un futuro la golpeé. Y de la misma manera, si un varón enamora a una mujer tratándola como a un ser dependiente, necesitado de que le abran puertas, acomoden asientos o paguen cuentas, el más que probable paso siguiente sería, que en un futuro intente someterla y controlarla, ¡dominarla! He aquí la verdadera esencia del romanticismo, quien tenga oídos, escuche.

Se despide su amigo uranista.

Ho.

Imágenes:
1. Imagen tomada de: foroxerbar.com

2. Imagen tomada de: es.wikipedia.org

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