lunes, 24 de octubre de 2016

PODER ECLESIAL Y CONTROL POLITICO (La función de las manifestaciones religiosas en el espacio público).

Queridas amistades:

Les envió mis saludos y mis mejores deseos.

Las iglesias cristianas tienen gran poder en Latinoamérica. Su poder es innegablemente político y con él, las iglesias buscan ejercer, modificar, mantener y preservar sus cuotas de poder público. Sin ese poder público, la iglesias no podrían mantener sus prebendas y privilegios (por ejemplo, el clero católico se haya en gran medida al margen de la ley, además de que las iglesias son grandes propietarias, tienen cuantiosos capitales y no pagan impuestos). Con este poder las iglesias hacen su voluntad y se benefician. Este uso del poder en pos de sus intereses y beneficios es innegablemente político, las iglesias cristianas en Latinoamérica hacen política, aunque lo nieguen con descaro. Uno de los ejemplos más claros al momento de hacer política, es cuando las iglesias quieren imponer su visión social, su cosmovisión, al conjunto de la sociedad. Bajo las directrices de un Estado laico (entendido como aquel Estado que no solo declara la separación de iglesia/Estado, política/religión, vida religiosa privada/vida ciudadana pública, sino también que hace militancia y proselitismo por el laicismo), ninguna iglesia cristiana o de cualquier fe debería hacer política. Sin embargo, la realidad es otra, cada fe religiosa, por medio de sus organizaciones institucionales, busca imponer su visión del mundo en aquellas sociedades a las cuales pertenece. En Latinoamérica las iglesias cristianas buscan imponer su cosmovisión, pues a través de su forma de ver la sociedad, adquieren influencia, adquieren poder. Si la iglesia pudiera lograr poder social sin imponer su cosmovisión, les importaría un bledo que haya gobiernos conservadores o liberales, que las mujeres aborten o que las personas homosexuales se casen.

1. Fotograma de video de la Marcha por la Vida, en Lima, en 2015 

¿Qué tan grande es el poder de las iglesias? El suficiente para obstaculizar el cumplimiento de leyes y normas, paralizar instituciones y condicionar el accionar de funcionarios y políticos. En muchos casos con ese poder pueden hasta influir sobre procesos electorales (las iglesias católica y evangélica haciendo campaña por el NO al proceso de paz en Colombia es un ejemplo de ello). En muchos casos, las iglesias actúan con dobles moral, sosteniendo públicamente algo que contravienen en privado (por ejemplo, en el referendo colombiano la iglesia católica declaraba públicamente neutralidad, mientras muchos curas se abocaban a hacer campaña por el NO y más cerca aun, aquí en Perú la iglesia católica en más de una ocasión declaró que no obliga a ningún estudiante de colegio religioso (o al alumnado del curso de religión en otros colegios) a participar de sus manifestaciones públicas, como procesiones o ceremonias rituales, y cada vez es mayor el número de madres y padres que salen a desmentir eso). Además, el poder usado para llevar a cabo estas acciones, la mayoría de las veces es soterrado, clandestino, no se ejerce públicamente, sino tras bambalinas (eso quedó demostrado con la declaración del cardenal peruano, Juan Luis Cipriani, reconociendo que el candidato Humala había acordado con él, no aprobar durante su, en ese entonces posible, mandato, leyes a favor del aborto o el reconocimiento de familias LGBT y también tómese en cuenta el asunto de corrupción del ahora ex asesor presidencial, en donde aquel funcionario público y un alto clérigo católico, el obispo auxiliar de Lima, y con supuesto conocimiento del cardenal, acordaban que no se realizaría la distribución gratuita del anticonceptivo oral de emergencia, conocido como “la píldora del día siguiente” en los establecimientos de salud pública). En suma, quieran aceptarlo o no, la iglesia es un poder fáctico en cualquier país latinoamericano.

Hay que reconocer que el poder que tienen las iglesias (la minoría de las veces) también es usado abiertamente de manera pública (como por ejemplo, la sacada fuera de temporada de las procesiones del Señor de los Milagros en Lima y la Virgen de Chapi en Arequipa, en 1990, para tratar de manipular la elección presidencial o las llamadas Marchas por la Vida y la Familia en Latinoamérica, organizadas conjuntamente por católicos y evangélicos, para oponerse al aborto y al reconocimiento de familias homoparentales). En este caso de uso abierto y público de poder, es innegable que se trata de demostraciones directas, demostraciones descaradamente políticas (y en estos casos ni se ruborizan por ese ejercicio público/político de su poder). De otro lado, hay igualmente demostraciones indirectas de poder, manifestaciones que si bien son ejercicios evidentes de poder, en apariencia no pretendan serlo. Se trata de demostraciones enmascaradas, encubiertas, asolapadas del poder de las iglesias cristianas en las sociedades latinoamericanas. Y precisamente de eso se tratan las procesiones (y de paso las misas evangélicas y católicas en las calles). Las procesiones de santos, vírgenes y cristos son puritito poder simbólico de la iglesia católica. Su presencia y permanencia es más que necesaria (para aquellas iglesias), ya que es en el espacio público donde se reafirma el poder público (su poder público). El equivalente o parangón más claro de lo que vale y significa una procesión para la iglesia, se haya en el fasto de los desfiles nazis y soviéticos. Nadie mejor que los regímenes totalitarios para demostrar cómo opera el control social y se logra el poder político a través del uso ceremonial y ritual del espacio público.

Las procesiones no son demostraciones inocentes de la piedad de las y los creyentes. La presencia de las manifestaciones religiosas en el ámbito público no es de ninguna manera natural. Así, las procesiones son el vestigio de un poder omnímodo que la iglesia católica tenía en el pasado. Hasta el siglo XIX, en la mayor parte de Latinoamérica, la iglesia papal ocupaba por completo el espacio público (y ello era pleno reflejo de su fuerte dominio público y poder político). Con la aparición de los movimientos laicos, la iglesia católica fue perdiendo poder, lo que se pudo verificar al compás de un retroceso del dominio eclesial sobre el ámbito público. Con el laicismo las leyes dejaron de basarse en los preceptos religiosos y para hacerse cumplir dichas leyes, dejó de necesitarse la participación de la iglesia. Se abolieron los tribunales religiosos y los castigos impuestos por la iglesia. Se abolieron los cortejos de humillación a las y los sentenciados por las calles de la ciudad y los autos de fe en las plazas públicas. Las actividades y manifestaciones ciudadanas en la vía pública, ya sea que tuvieran carácter político o de simple socialización, dejaron de realizarse en medio de ritos religiosos y dejaron de estar precedidas por clérigos. De la omnipresente ocupación eclesial del espacio público en la época virreinal, aún en nuestro presente, más laico y ciudadano, quedan vestigios significativos: los cortejos fúnebres, las misas católicas en las calles (y ahora evangélicas) y, sobre todo, las “benditas” procesiones. Junto al hecho de que las clases políticas deban independizarse por completo del tutelaje eclesial, la iglesia católica seguirá conservando sus elevadas cuotas de poder político, gracias en mucho al poder simbólico que proviene de las procesiones.

1. Vista nocturna de la Procesión del Señor de los Milagros

La completa expulsión de la religión del espacio público es más que necesaria, si se quiere aspirar verdaderamente a un Estado que no sea influido ni coaccionado por las iglesias cristianas. Sin presencia alguna en el espacio público, la iglesia perdería su poder político. Sin procesiones no habrían lobbys católicos. Una prueba, más que fehaciente, sobre este hecho, proviene de la situación en que se haya la cultura quechua en nuestro país. La cultura quechua fue expulsada por completo del ámbito público en el siglo XVIII. Actualmente dicha cultura se haya en estado de postración y ello se debe en gran medida a su exclusión social. La cultura quechua no tiene poder, ni siquiera para defenderse medianamente de la discriminación y marginación a las que se haya sometida. Alguien aquí me dirá que buscar someter a la religión a esa situación, es una falta de respeto y un atentado contra el derecho de la gente a profesar su fe. La realidad es que por más que se expulse a la religión del ámbito público, jamás ella correría la misma suerte de la cultura quechua. La religión está amparada por normas legales que protegen la libertad de conciencia y la libertad de cultos. La cultura quechua no está protegida por ninguna ley que se parangone a aquellas. Para peor, al considerarse la cultura un producto de mercado, ninguna cultura “minoritaria” tiene protección alguna y todas están a merced de las leyes del mercado salvaje. Y más aun, nadie en el mundo actual (ni siquiera la anarcada capitalista), considera la religión un producto de mercado. En consecuencia, mientras las manifestaciones religiosas, como las procesiones católicas o las misas cristianas callejeras, sigan ocupando el espacio público, las iglesias cristianas seguirán teniendo el poder para oponerse a todo aquello que no comulgue con la cosmovisión que promueven. Seguiremos viviendo al son que dictan los Ciprianis y los Rosas.

Se despide su amigo uranista.

Ho Amat y León Puño.

Imágenes:

1. Imagen tomada de: redaccion.lamula.pe
2. Imagen tomada de: youtube.com

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