Queridas
amistades:
Les
envió mis saludos y mis mejores deseos.
Las
iglesias cristianas tienen gran poder en Latinoamérica. Su poder es
innegablemente político y con él, las iglesias buscan ejercer, modificar,
mantener y preservar sus cuotas de poder público. Sin ese poder público, la
iglesias no podrían mantener sus prebendas y privilegios (por ejemplo, el clero católico se haya en gran medida al margen de la ley, además de que las iglesias son
grandes propietarias, tienen cuantiosos capitales y no pagan impuestos). Con
este poder las iglesias hacen su voluntad y se benefician. Este uso del poder
en pos de sus intereses y beneficios es innegablemente político, las iglesias cristianas
en Latinoamérica hacen política, aunque lo nieguen con descaro. Uno de los
ejemplos más claros al momento de hacer política, es cuando las iglesias
quieren imponer su visión social, su cosmovisión, al conjunto de la sociedad.
Bajo las directrices de un Estado laico (entendido como aquel Estado que no
solo declara la separación de iglesia/Estado, política/religión, vida religiosa
privada/vida ciudadana pública, sino también que hace militancia y proselitismo por el
laicismo), ninguna iglesia cristiana o de cualquier fe debería hacer política. Sin
embargo, la realidad es otra, cada fe religiosa, por medio de sus
organizaciones institucionales, busca imponer su visión del mundo en aquellas
sociedades a las cuales pertenece. En Latinoamérica las iglesias cristianas
buscan imponer su cosmovisión, pues a través de su forma de ver la sociedad,
adquieren influencia, adquieren poder. Si la iglesia pudiera lograr poder
social sin imponer su cosmovisión, les importaría un bledo que haya gobiernos conservadores o liberales, que las mujeres aborten o que las personas homosexuales
se casen.
1. Fotograma de video de la Marcha por la Vida, en Lima, en 2015 |
¿Qué
tan grande es el poder de las iglesias? El suficiente para obstaculizar el
cumplimiento de leyes y normas, paralizar instituciones y condicionar el
accionar de funcionarios y políticos. En muchos casos con ese poder pueden
hasta influir sobre procesos electorales (las iglesias católica y evangélica
haciendo campaña por el NO al proceso de paz en Colombia es un ejemplo de
ello). En muchos casos, las iglesias actúan con dobles moral, sosteniendo
públicamente algo que contravienen en privado (por ejemplo, en el referendo
colombiano la iglesia católica declaraba públicamente neutralidad, mientras
muchos curas se abocaban a hacer campaña por el NO y más cerca aun, aquí en
Perú la iglesia católica en más de una ocasión declaró que no obliga a ningún estudiante de colegio religioso (o al alumnado del curso de religión en otros colegios) a participar de sus
manifestaciones públicas, como procesiones o ceremonias rituales, y cada vez es mayor el número de madres y padres que salen a
desmentir eso). Además, el poder usado para llevar a cabo estas acciones, la
mayoría de las veces es soterrado, clandestino, no se ejerce públicamente, sino
tras bambalinas (eso quedó demostrado con la declaración del cardenal peruano,
Juan Luis Cipriani, reconociendo que el candidato Humala había acordado con él,
no aprobar durante su, en ese entonces posible, mandato, leyes a favor del
aborto o el reconocimiento de familias LGBT y también tómese en cuenta el asunto de
corrupción del ahora ex asesor presidencial, en donde aquel funcionario público
y un alto clérigo católico, el obispo auxiliar de Lima, y con supuesto conocimiento del cardenal, acordaban que no se
realizaría la
distribución gratuita del anticonceptivo oral de emergencia, conocido como “la
píldora del día siguiente” en los establecimientos de salud pública). En suma,
quieran aceptarlo o no, la iglesia es un poder fáctico en cualquier país
latinoamericano.
Hay
que reconocer que el poder que tienen las iglesias (la minoría de las veces) también
es usado abiertamente de manera pública (como por ejemplo, la sacada fuera de
temporada de las procesiones del Señor de los Milagros en Lima y la Virgen de
Chapi en Arequipa, en 1990, para tratar de manipular la elección presidencial o
las llamadas Marchas por la Vida y la Familia en Latinoamérica, organizadas
conjuntamente por católicos y evangélicos, para oponerse al aborto y al
reconocimiento de familias homoparentales). En este caso de uso abierto y
público de poder, es innegable que se trata de demostraciones directas, demostraciones
descaradamente políticas (y en estos casos ni se ruborizan por ese ejercicio
público/político de su poder). De otro lado, hay igualmente demostraciones indirectas de
poder, manifestaciones que si bien son ejercicios evidentes de poder, en
apariencia no pretendan serlo. Se trata de demostraciones enmascaradas,
encubiertas, asolapadas del poder de las iglesias cristianas en las sociedades
latinoamericanas. Y precisamente de eso se tratan las procesiones (y de paso
las misas evangélicas y católicas en las calles). Las procesiones de santos, vírgenes y
cristos son puritito poder simbólico de la iglesia católica. Su presencia y
permanencia es más que necesaria (para aquellas iglesias), ya que es en el espacio público donde se
reafirma el poder público (su poder público). El equivalente o parangón más claro de lo que vale y significa
una procesión para la iglesia, se haya en el fasto de los desfiles nazis y
soviéticos. Nadie mejor que los regímenes totalitarios para demostrar cómo
opera el control social y se logra el poder político a través del uso
ceremonial y ritual del espacio público.
Las
procesiones no son demostraciones inocentes de la piedad de las y los
creyentes. La presencia de las manifestaciones religiosas en el ámbito público no es de ninguna manera natural. Así, las procesiones son el vestigio de un poder omnímodo que la iglesia
católica tenía en el pasado. Hasta el siglo XIX, en la mayor parte de
Latinoamérica, la iglesia papal ocupaba por completo el espacio público (y ello
era pleno reflejo de su fuerte dominio público y poder político). Con la
aparición de los movimientos laicos, la iglesia católica fue perdiendo poder,
lo que se pudo verificar al compás de un retroceso del dominio eclesial sobre
el ámbito público. Con el laicismo las leyes dejaron de basarse en los
preceptos religiosos y para hacerse cumplir dichas leyes, dejó de necesitarse
la participación de la iglesia. Se abolieron los tribunales religiosos y los
castigos impuestos por la iglesia. Se abolieron los cortejos de humillación a
las y los sentenciados por las calles de la ciudad y los autos de fe en las plazas
públicas. Las actividades y manifestaciones ciudadanas en la vía pública, ya
sea que tuvieran carácter político o de simple socialización, dejaron de
realizarse en medio de ritos religiosos y dejaron de estar precedidas por
clérigos. De la omnipresente ocupación eclesial del espacio público en la época
virreinal, aún en nuestro presente, más laico y ciudadano, quedan vestigios
significativos: los cortejos fúnebres, las misas católicas en las calles (y ahora
evangélicas) y, sobre todo, las “benditas” procesiones. Junto al hecho de que
las clases políticas deban independizarse por completo del tutelaje eclesial,
la iglesia católica seguirá conservando sus elevadas cuotas de poder político,
gracias en mucho al poder simbólico que proviene de las procesiones.
1. Vista nocturna de la Procesión del Señor de los Milagros |
La
completa expulsión de la religión del espacio público es más que necesaria, si
se quiere aspirar verdaderamente a un Estado que no sea influido ni coaccionado
por las iglesias cristianas. Sin presencia alguna en el espacio público, la
iglesia perdería su poder político. Sin procesiones no habrían lobbys
católicos. Una prueba, más que fehaciente, sobre este hecho, proviene de la
situación en que se haya la cultura quechua en nuestro país. La cultura quechua
fue expulsada por completo del ámbito público en el siglo XVIII. Actualmente
dicha cultura se haya en estado de postración y ello se debe en gran medida a
su exclusión social. La cultura quechua no tiene poder, ni siquiera para
defenderse medianamente de la discriminación y marginación a las que se haya
sometida. Alguien aquí me dirá que buscar someter a la religión a esa
situación, es una falta de respeto y un atentado contra el derecho de la gente
a profesar su fe. La realidad es que por más que se expulse a la religión del
ámbito público, jamás ella correría la misma suerte de la cultura quechua. La
religión está amparada por normas legales que protegen la libertad de conciencia
y la libertad de cultos. La cultura quechua no está protegida por ninguna ley
que se parangone a aquellas. Para peor, al considerarse la cultura un producto
de mercado, ninguna cultura “minoritaria” tiene protección alguna y todas están
a merced de las leyes del mercado salvaje. Y más aun, nadie en el mundo actual
(ni siquiera la anarcada capitalista), considera la religión un producto de
mercado. En consecuencia, mientras las manifestaciones religiosas, como las
procesiones católicas o las misas cristianas callejeras, sigan ocupando el
espacio público, las iglesias cristianas seguirán teniendo el poder para
oponerse a todo aquello que no comulgue con la cosmovisión que promueven.
Seguiremos viviendo al son que dictan los Ciprianis y los Rosas.
Se
despide su amigo uranista.
Ho
Amat y León Puño.
Imágenes:
1.
Imagen tomada de: redaccion.lamula.pe
2.
Imagen tomada de: youtube.com
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