lunes, 19 de noviembre de 2012

LOS LÍMITES DE LA FEMINIDAD (A PROPÓSITO DE LA NOCIÓN DE SUPERIORIDAD MORAL EN LA MUJER).

Queridas amistades:
Reciban mis más cordiales saludos y mis mejores deseos.

1. Símbolo de la feminidad.
Años atrás, en el Perú, durante el gobierno del presidente Toledo, ante una andanada de denuncias sobre la corrupción en la policía, se planteo la medida de destinar a las mujeres policías, a dirigir el tránsito vehicular, lo que incluía la atribución de imponer papeletas. Dicha medida se implemento finalmente, bajo el criterio de que las mujeres eran más honestas que los varones (es decir, que se asumía que las mujeres no se iban a admitir sobornos, como se decía que si lo hacían los varones).
Más recientemente, escuche, en un programa periodístico, como una reconocida economista peruana (la acomodada Cecilia Blume) aducía que las mujeres estaban accediendo más rápido a los créditos bancarios. Sobre esto la economista explicaba, que las mujeres resultaban mejores “pagadoras” (es decir, que cumplían mejor con sus obligaciones financieras). Ello implicaba, indefectiblemente, que los varones eran considerados como más “morosos”.
Y si me remonto al pasado, las previas generaciones manejaban la percepción, de que, de una u otra manera, las mujeres eran más fieles que los varones.
En los tres casos, se revela la noción de que las mujeres, son ética y moralmente superiores a los varones, noción que parece cruzar las edades, las clases y las naciones (por lo menos a lo que a Latinoamérica se refiere).
Esta noción parece haber calado hondo en el imaginario de mucha gente, quizás en la mayoría de la población (en occidente), y es percibida, además, como una cualidad inherente a la condición de ser mujer. Y, aparentemente, parece, también, que se corresponde, en alguna medida, con la realidad. Sin embargo, dicha superioridad moral de la mujer se debe, sin lugar a dudas, a la socialización de género, antes que a la “natural esencia femenina”.

2. Eva por Durero.
Al respecto, la percepción que la sociedad tiene sobre la mujer (en occidente), ha cambiado, notablemente, con el tiempo (en la baja edad media, la mentalidad dominante  [y cristiana] visualizaba a la mujer como la instigadora del pecado, como la Eva que corrompía a los varones).
Entonces, la noción (latinoamericana) sobre la superioridad moral de la mujer no es más que una construcción cultural, una faceta del presente rol de género femenino, que ha sido colmadamente naturalizada, en la misma forma en que han sido naturalizadas la masculinidad y la feminidad.
En general, la percepción de los roles de género (la masculinidad y la feminidad), se ve condicionada y hasta determinada por su cotidianidad, y por ello es asumida por el común de los mortales, por la mayoría de la población, de manera incontestada, acrítica. Es decir, que la mayoría de la gente asume su rol de género sin cuestionamientos (no se generan cuestionamientos sobre aquello que es percibido como "natural"). Indudablemente ocurre esto mismo con la noción latinoamericana de superioridad moral de la mujer.
Mas el género, en tanto construcción cultural, se desenvuelve entre parámetros sociales claros y reconocibles. Y las sociedades occidental y latinoamericana no son la excepción. Así, en dichas sociedades, la feminidad se desenvuelve entre ciertos límites heterosexistas, algo que deviene en un modelo social con criterios normativos bastante específicos. Ahora bien, aunque el modelo de género femenino, en occidente, responde a un único modelo de identidad sexual (el heterosexual, por lo que el género feminino es, básicamente, heteronormado), sus características no solo varían de una sociedad a otra (por ejemplo, entre sociedades más occidentalizadas y menos occidentalizadas), sino que se jerarquizan en formas igualmente variadas (por lo que las características del género pueden variar de importancia, por razones de clase, raza, región, etc.).
Aquí se pueden trazar tres caracteres comunes que fungen de límites de la feminidad occidental y latinoamericana (aunque su importancia puede variar de acuerdo a la edad, la clase, la raza, etc.). Dichos caracteres limítrofes serian: ser hiposexuada (o, más aún, ser asexuada), ser frágil (o más bien débil, en relación al varón) y ser buena sujeta (buena mujer, buena esposa, buena madre).
Sin salir de occidente (y Latinoamérica) cabe anotar, primero, que la feminidad no se mide de la misma forma que la masculinidad, puesto que esta última se mide de manera cuantitativa (se es más “hombre” o menos “hombre”), mientras que la feminidad se mide cualitativamente (se parametra a la mujer entre la virtud y la inmoralidad). Segundo, que mientras la masculinidad se construye por oposición a lo femenino (el varón no debe ser mujer, ni homosexual [categoría feminizada]), la feminidad se construye por subordinación a lo masculino (fragilidad, debilidad, etc.). Tercero, que mientras la masculinidad se adquiere y se pierde (el niño se “convierte” en “hombre” y el homosexual deja de serlo), la feminidad se devalúa y se deprecia (mas no se pierde).

3. No solo mala, sino diabólica.
Ahora bien, la influencia del capitalismo (tanto en occidente como en Latinoamérica) es un factor a considerar en este asunto. Aquí el valor capitalista de la “competencia” atraviesa los géneros, dejando sentir su acometida. En consecuencia, la feminidad debe ser probada competitivamente (al igual que la masculinidad, que implica la competencia, entre varones, por probar que se es el más “hombre”). Y así, las mujeres se allanan a demostrar socialmente, que son, ante todo, buenas, decentes, honestas, etcétera, o de lo contrario corren el riesgo de ser consideradas “malas mujeres” (“mujeres malas”), es decir, se las devalúa, se les desprecia (cualificación).
En este contexto, ante la sociedad, el ejercicio sexual (el manejo asertivo de la sexualidad), por ejemplo, desvaloriza a la mujer (la vuelve perdida, mujerzuela, puta, mala mujer). Y, curiosamente, la práctica sexual homoerótica (en tanto no se concibe una sexualidad femenina independiente del varón) “solo” vuelve a la mujer en perversa, pervertida, degenerada, lesbiana (es decir, “mala mujer”). Aquí, a diferencia del varón, la mujer no pierde dicha condición (aunque esto parece estar cambiando a estas alturas del siglo XXI).
Siguiendo esta línea, la competitividad, en lo que a la demostración de la feminidad se refiere, conlleva a que muchas mujeres, en la necesidad de probar su decencia u honestidad, lleguen a incurrir en radicalidades y excesos (situación que comparten con los varones, frente a su necesidad de probar, cada cual, que es [el] más “hombre”). Así, la necesidad de demostrar que se es buena mujer, conllevaría a que muchas mujeres caigan en el extremo de la inflexibilidad y la intolerancia, aun a cuenta de sus más caras relaciones interpersonales o sociales, laborales o afectivas (por ejemplo, al proyectar sus exigencias éticas o morales en las y los demás, sin contemplar diversidades, contextos y circunstancias).
Para peor, el reforzamiento social de esta visión solo conlleva, a que las mujeres que no cumplan, socialmente, con este mandato limitante, sean discriminadas, marginadas y violentadas (el desborde misógino que se muestra hacia las mujeres que ejercen su sexualidad, es solo un ejemplo de ello).
En conclusión, la precepción habida (en Latinoamérica) sobre la superioridad moral de la mujer es producto innegable de la socialización de género (antes que evidencia de una predisposición natural al predominio ético y moral). Este parámetro de género (el rol de ser siempre buena mujer) puede llegar a ser tanto un aporte como un perjuicio para con el desenvolvimiento social de la mujer (al igual que el carácter de la abnegación, que es exigencia de la feminidad y que puede llegar a ser contributivo o perjudicial para con la integridad de la mujer).

Se despide su amigo uranista.

Ho Amat y León.

Imágenes.

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