Queridas
amistades:
Reciban
mis más cordiales saludos y parabienes.
Desde
hace un tiempo atrás vengo escuchando varias voces, que sostienen que la
cultura debe ser una cuestión que asuman enteramente los capitales privados.
Peor aún, escucho opiniones acerca de que la cultura debe estar sujeta a los
vaivenes del mercado. Bajo estas premisas, se reduce la cultura al estatus de
un producto común y corriente, como si la cultura se tratara de artículos de
limpieza, bebidas alcohólicas, comida industrial (chatarra) o
electrodomésticos.
1. Puesto de mercado. |
Escuchar
a cualquiera torpe periodista rebuznar estas tonterías resulta preocupante,
pero escuchar a intelectuales de peso (como al último nobel de literatura
Vargas Llosa, por ejemplo), afirmar que la cultura debe estar sujeta a las
“leyes” de la oferta y la demanda, es verdaderamente alarmante.
La
burda noción de que la cultura es un asunto privado es neoliberal (ojo, no
necesariamente liberal). Para el neoliberalismo todo, prácticamente todo, es
reducible a lo económico y en tal situación, todo es susceptible de ser asumido
por la empresa privada, es decir, que todo puede ser convertido en negocio.
“Todo se compra y todo se vende” y “todo tiene su precio” son postulados que, a
todas luces, emanan de la ideología neoliberal.
Para
el neoliberalismo la cultura no tendría por qué no ser considerada como una
instancia más de negocios, a fin de cuentas el mercado (según las y los
neoliberales) es como una panacea divina, que da solución a absolutamente todo.
Sin embargo, esta visión neoliberal desconoce los más elementales postulados
del liberalismo, uno de los cuales sostiene que para que se dé el buen
funcionamiento de la sociedad, debe haber una clara y estricta delimitación y
separación de sus instancias sociales, en este caso entre lo público y lo
privado.
El
liberalismo plantea que la división público/privado garantiza que no haya
injerencias del estado en la vida de los individuos particulares (aquí el
estado queda identificado con lo público, mientras los individuos particulares
quedan identificados con lo privado). Para el liberalismo, la economía es un
una esfera que le atañe exclusivamente a los individuos particulares (algo, sin
lugar a dudas, relativo) y en la que el estado no puede ni debe participar o
interferir.
Bajo
esta misma premisa, las cuestiones que le corresponden a la esfera del estado
no pueden quedar sujetas a la voluntad exclusiva de los individuos
particulares. Por ejemplo, el estado debe cautelar que ciertos intereses
empresariales, no se impongan en detrimento de los intereses de la población en
general (en los llamados conflictos de intereses). Aquí los intereses de la
población en general, se supone, son competencia del estado.
En
este contexto, ¿por qué la cultura no puede ni debe ser considerada competencia
exclusiva de los individuos particulares y sí, siempre, competencia del estado?
El asunto pasa por reconocer cual es la locación de la cultura, en donde se
encuentra ubicada, si en el ámbito privado o en la público.
En
sociedades con mayor homogeneidad cultural la perspectiva se pierde y se piensa
que la cultura está limitada a expresiones particulares. En tal caso se
considera que la cultura es una cuestión de gustos y opciones individuales. Sin
embargo, en sociedades con mayor diversidad cultural, compartiendo y
conviviendo en los mismos espacios sociales, la cuestión no es tan simple.
Tomándose
como ejemplo el idioma, se tiene que, en sociedades monolingües, la llamada
“lengua materna” está presente en todos los ámbitos sociales (en el privado y
en el público). Para vivir en una sociedad monolingüe no se necesita otro idioma
para comunicarse, por lo que aprender otra lengua si es una cuestión de gustos
y opciones. Mas en una sociedad bilingüe o plurilingüe aprender dos o más
lenguas es lo natural y privar a una persona de alguna de esas lenguas, puede
ser un claro limitante social, por lo que equivaldría a un práctica de
discriminación.
Obviamente
un idioma es, mayormente, expresión de un vasto y complejo sistema
sociocultural y, mayormente, las diversas manifestaciones culturales, que
conforman dicho sistema, suelen hallarse distribuidas, diseminadas, de manera
muy extendida, tan o más difundidas que un idioma.
Ahora
bien, en cualquier país, en donde hay un idioma (o varios idiomas) oficial(es),
se tiene que la idiomática manifestación cultural es pública y privada. Un estado
asegura la validez de la expresión cultural idiomática brindando servicios
públicos (seguridad, justicia, educación, salud, cultura, etc.) en su(s)
idioma(s) oficial(es). En el hipotético caso de que a los individuos
particulares se les ocurriera hacer negocios, en donde se presten servicios
particulares únicamente en un idioma distinto al oficial, claramente estarían
limitando su servicio a quienes manejaran la lengua de su negocio y estarían
generando una forma de discriminación, hacia quienes no saben o no quieren usar
dicha lengua. Volviendo a la ubicación de la cultura, en sociedades con mayor
homogeneidad cultural las diversas manifestaciones culturales integran tanto el
ámbito privado como el público, se hayan presentes en todos los espacios sociales,
es decir, son ubicuas. Siendo así, el estado no tendría mayores leyes de
defensa y promoción de la cultura, porque esta es parte inherente no solo de su
andamiaje estructural, sino que, también, se haya imbricada en las demás
estructuras de la sociedad.
Mas
en estados donde hay mayor pluralidad cultural, no necesariamente todas las
manifestaciones culturales se hayan presentes en todas partes. En sociedades
pluriculturales hay culturas más difundidas que otras, hay manifestaciones
hegemónicas y/o dominantes y hay manifestaciones subalternas y/o subordinas. En
este caso, es el estado (y no los privados con sus intereses particulares), el
que se encuentra en mejor posición (dado su rol de “garante” de los intereses y
derechos de toda la población, según el ideal liberal) para cautelar la defensa
y promoción de las manifestaciones culturales no hegemónicas y
vulnerabilizables. El no hacerlo va en detrimento de aquellos grupos sociales,
que “viven” aquellas manifestaciones culturales subalternas y de mayor vulnerabilidad
e indirectamente se favorece a las manifestaciones culturales fuertes,
hegemónicas y/o dominantes. He aquí una innegable forma de discriminación, ya
que las culturas hegemónicas y/o dominantes, con mayores medios para
desenvolverse, producir y reproducirse, terminarían aniquilando, indirecta y
directamente, a las culturas con menores medios para desenvolverse, producir y
reproducirse.
Se
estaría instaurando, en la esfera cultural, la ley de la selva, en donde, por
ejemplo, una cultura hegemónica y/o dominante pueda acabar con las culturas
subalternas y/o sometidas. En sociedades con mayor homogeneidad cultural esto,
aparentemente, no sería un problema, pero en sociedades con mayor pluralidad
cultural si, dado que se estarían generando sendas desigualdades sociales.
Aquellos grupos culturales con mayores medios sociales podrían defender su
cultura e imponerla a grupos culturales con menores medios. Sería una verdadera
imposición, donde los gustos y las opciones no tendrían cabida alguna.
Un
ejemplo de esta situación es la de los países con historia colonial, en los que
la cultura occidental está inscrita en los aparatos estatales y cuentan con
todos los medios gubernamentales a su disposición, mientras que las culturas
“indígenas” están marginadas y sometidas a condiciones de opresión. Otro
ejemplo es el de la cultura comercial (propia de la sociedad de consumo), que
cuenta con los medios de las grandes corporaciones empresariales, mientras que
las culturas populares no tienen medios equiparables para hacerle frente a
aquella.
Aquí
la tarea de generar las condiciones necesarias, para que los diversos grupos
culturales existentes puedan producir y reproducir sus manifestaciones
culturales, en igualdad de condiciones, queda en manos del estado (es el rol
que habitualmente el liberalismo le otorga al estado, el de generar las
condiciones necesarias para que haya igualdad social).
La
postura neoliberal colisiona con esta visión, puesto que su concepción de
cultura (como cuestión de gustos y opciones individuales) es simplona y
reduccionista. El enfoque neoliberal no llega a comprender la verdadera
dimensión holística de la cultura. Una cultura es, forzosamente, una totalidad
orgánica, en la que sus manifestaciones solo tienen sentido, en tanto se hayan
integradas, como un todo, entre sí. Ver la cultura como una reunión de
artefactos, usos y costumbres, es una visión eminentemente reduccionista.
Entonces,
si solo se ve a la cultura de manera fraccionada, en su dimensión utilitaria y estética, se hace más claro el
por qué se la concibe como un simple y vulgar producto de mercado. Pero si se
asume que la cultura también tiene una dimensión substantiva y ética,
resultaría inviable reducirla a género mercantil (la cultura es un componente
integral, constitutivo, de la existencia social humana).
El
ejemplo más claro, aquí, es el de las valoraciones culturales, explícitamente
el de la moral. Las culturales valoraciones morales no son objeto de
compra/venta, son parte consustancial, inmanente, de la existencia social, que
por su carácter irreductible, no pueden quedar sujetas o subordinarse a
particulares intereses económicos (nadie en política postularía, por ejemplo,
que la conciencia sea objeto de compra/venta). Desde la perspectiva neoliberal,
siendo la cultura un mero producto útil y estético (sujeto a los gustos y
opciones individuales), es fácil reducirla al rango de negocio manejado por
capitales privados.
Pero
asumiendo incluso, que pueda haber manifestaciones culturales, que sean
susceptibles de convertirse en simples productos mercantiles, ellas tendrían
que entrar a competir en el mercado y, se supone, que el mercado no trata sobre
la competencia equitativa de los productos, sino sobre el posicionamiento de
aquellos bienes y servicios que cuenten con mayores ventajas comparativas (y
donde lo que no cuente con tales ventajas sale de competencia).
2. Diversidad. |
Tratar
a la cultura como simple mercancía presenta serios inconvenientes, ya que no
hay criterios prácticos y razonables, sobre los cuales poner a competir una
manifestación cultural con otra. Primero, porque, tratándose de manifestaciones
distintas, no hay forma de equiparación posible (seria como equipar la opera
con el rock o un huayno con una ranchera). Segundo, porque aun tratándose de un
mismo tipo de manifestación cultural, su valía tampoco resulta equiparable
(¿quién pondría a competir a Cervantes con Shakespeare o a Mozart con
Beethoven?).
A
final de cuentas, la reducción de la cultura a su dimensión utilitaria y
estética (como medio para convertirla en mercancía), solo ha llevado a que la
cultura trastoque contundentemente su carácter y valoría, pierda distinción y
se banalice (como simples productos de mercado: la música impulsó a Britney
Spear y a Justin Bieber, mientras las letras forjaron a Paulo Coelho y a Stephenie
Meyer).
Se
despide su amigo uranista.
Ho.
Imágenes.
1. Imagen tomada de: yoculinario.com
2. Imagen tomada de: goncalmayossolsona.blogspot.com